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Inma Espinilla

El arte de saludar

Son centésimas de segundo, pero lo que cuesta a veces. No sé si a ustedes les ha pasado. Están caminando tranquilamente cuando ven a lo lejos a una persona a la que no apetece saludar, bien porque lleva tiempo sin verla, bien porque le cae mal o, simplemente, porque no le da la gana.

Es entonces cuando llega la angustia, la búsqueda de soluciones para escapar de ese breve momento. No sabemos si coger el móvil y fingir una llamada, hacerse el despistado o cruzarse de acera. Cualquier cosa, menos levantar la cabeza, buscar la mirada que se acerca y decir tan solo un «hasta luego». Un breve instante que desaprovechamos, un breve instante que nos muestra cómo somos. ¿Tanto nos cuesta?

Es un simple gesto, un reconocimiento y, estoy segura de que perdemos más tiempo en todas las elucubraciones sobre cómo escapar que en pasar el trago sin más. Pero no, mejor perderse y ver si cuela. A mí, que soy antisocial por naturaleza, una de los aspectos que más me gustaba de mi vida en Madrid era que podía caminar durante horas sin hablar con nadie, qué relax. Sin embargo, al llegar a Jaén, con el tiempo le empecé a coger el gusto a esto de los saludos.

Los hay de mil tipos, tantos como personas. Y es que hay saludos grandes y saludos chicos. Saludos rápidos y otros que de forma intencionada pasan desapercibidos. Saludos de compromiso y otros que te alegran la mañana.

No soporto el de la persona que levanta las cejas sin mirar. También está el que dice hola de una manera apresurada, cumple y basta. Y aquel que dice: tenemos que quedar sabiendo que esa cita nunca sucederá. De buenas intenciones está el mundo lleno. Están también esos saludos cálidos de persona confortables que ensanchan el alma. Me refiero a esos que te abrazan con la mirada y te hacen estar en casa. Y nunca olvidaré aquel: “Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”. Cuánta grandeza en 13 palabras.

Lo cierto es que, en ese interludio que supone el saludo, nuestra vida se parte en dos: lo que nos preocupaba antes y centraba nuestra atención; el saludo que nos saca de nuestro mundo y nos hace confraternizar con alguien, queramos o no; y, luego, volver a nuestras preocupaciones que, en el mejor de los casos, quizás hasta se nos hayan olvidado.

Por eso, cuando advirtamos que alguien conocido viene en nuestra dirección, tomémonos ese segundo que necesitamos para relativizarlo todo, respiremos hondo, levantemos la cabeza y digamos: “lo siento mucho, no tengo tiempo para pararme”.

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