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Eugenio Rodríguez

El bucle del autócrata

La peligrosa transición que está preparando el Gobierno de Sánchez hacia una nueva libertad de expresión, que no es otra cosa que una expresión sin libertad, recuerda aquella paradoja de Deleuze cuando propuso una nueva imagen del pensamiento que no era otra cosa que un pensamiento sin imagen. ero mientras que el filósofo francés producía nuevos conceptos, lo de este Gobierno es más viejo que el hilo negro: la censura, el control de la información y el pastoreo de la opinión pública desde un poder en plena deriva totalitaria que está perdiendo el relato a pesar de todo y al que ya solo le queda prender la mecha de la represión.

La misma maldita cosa de siempre en todos los regímenes del mundo que han sido infectados de socialismo, en cualquiera de sus múltiples disfraces y matices, porque el socialismo no puede disociarse de la mentira y sus mellizos, nacidos todos del mismo parto inmundo, como el engaño, la patraña, la falsificación, la falacia o la estafa.

La mentira puede ser tan grosera como aquella trola pandémica del Comité de Expertos o tan sutil que no trascienda. La censura puede ir desde la burda ocultación de información, como sucede con la nacionalidad de los criminales, hasta la suspensión de cuentas o la prohibición legal de acceso a las redes sociales.

Una y otra guardan una relación estrecha pero, en cualquier caso, la mentira es siempre la madre del cordero, la amalgama que teje silencios cómplices, la estructura sobre la que se construye y que mantiene en pie al totalitarismo cuando se instala, el espinazo del mal. Cuando es oficial y se detecta, ya es tarde; significa que ya es sistémica y que se está en algún punto intermedio de un proceso que propende hacia un régimen totalitario. Una deriva liberticida en la que rige una dinámica que se retroalimenta en un ciclo infinito que vincula la censura con esa mentira que ya forma parte del todo y lo corrompe hasta las trancas, permeando en las instituciones y extendiéndose como una plaga, tomando rehenes y haciendo cómplices.

En una primera iteración, el detonante de la censura se deja sentir cuando se detecta la mentira en el poder, se pone en conocimiento de la opinión pública y empieza a haber una parte significativa de la población que rechaza el relato oficial. En ese momento el sistema se defiende, desplaza la ventana de Overton y trata de distorsionar aún más la realidad añadiendo ruido y confusión a la mentira, tapando una con otra, para que la realidad termine siendo indescifrable y ajustándose a un relato que, si todo falla, también es susceptible de reformularse.

Pero siempre a peor, consolidando una narrativa oficial interesadamente vaga, imprecisa, confusa, ambigua o falsa que, cuando esconde la realidad bajo la alfombra, es directamente propaganda. Al mismo tiempo, desde el poder se despliega una estrategia profundamente lesiva por desigual que consiste en empujar la disidencia a un espacio marginal deslegitimando la crítica, desacreditando las voces discrepantes, desautorizando las fuentes en las que se cimenta el rechazo al relato impuesto y su interpretación alternativa, hurtando así a la opinión pública esa dinámica tan necesaria en democracia del libre contraste de opiniones.

A mayores, esa estrategia se refuerza emprendiendo, desde una posición de fuerza, iniciativas o acciones legales y administrativas, directas e indirectas, de desgaste que son también intimidatorias, coercitivas y en última instancia represivas, dirigidas unas contra todos y otras quirúrgicamente contra determinados periodistas, políticos o particulares que lideran un contradiscurso necesario, con el ánimo de frenar la denuncia pública de la mentira y la contestación de las verdades oficiales.

Así se pone tierra de por medio entre la realidad y el discurso público, entre la información veraz y la opinión pública informada, entre el poder constituido y el constituyente, entre el autoritarismo y la autodefensa. La libertad de expresión es hoy, como ha sido siempre, una amenaza para quienes solo buscan mantenerse en el poder a toda costa. Se justifica en esa turbia necesidad el ejercicio de una censura escalable sobre todo aquello que ponga en peligro lo que se pretende imponer como verdad incuestionable. En iteraciones sucesivas de ese círculo vicioso siempre aumenta la desconfianza y se multiplican las voces disonantes, obligando así al poder a endurecer la censura y recrudecer la represión hasta límites difíciles de soportar pacíficamente.

Y ya sabemos cómo termina eso.

Cuestionar y defenderse del relato oficial convertido por el equipo de manipulación sincronizada en la opinión de las mayorías, es muy anterior y, por tanto, más difícil que defenderse de un autócrata aun cuando este activa la censura y se deja caer con toda la fuerza del Estado contra quien no compra su discurso público ni comparte la amenaza de esa tiranía de la opinión mayoritaria que ya identificó J. S. Mill en pleno siglo XIX. Defendiéndonos de lo primero hacemos más improbable que lo segundo tenga un efecto distinto que el de reforzar la autodefensa del pueblo soberano al multiplicar el número de los que disienten y se defienden del relato oficial.

Si claudicamos, sería tanto como aceptar a ciegas las secuelas que pudieran derivarse de este bucle del autócrata. Es fácil ver que no serían pocas ni fáciles de soportar. Sabiendo todo esto, es imperativo recordar qué presidente llegó al Gobierno mintiendo y no ha parado desde entonces, qué presunta oposición estafa a sus votantes y qué ideas comparten ambos en torno a la censura.

Y actuar en consecuencia

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