- ¿Ramón, podemos vernos…? Tengo que hablarte de un tema personal…
- Ahora tengo unos papeleos, pero llámame a las 4 y quedamos.
Al final, Ramón encontraba un hueco robado a su familia para atenderme y terminábamos hablando de mil cosas.
Podría hablar hoy de ese Ramón público divulgador de la historia de Linares, que buceaba entre mil papeles y que siempre decía que mi padre, Juan Sánchez Caballero, había prendido en él su pasión por la investigación tras una charla a la que asistió de niño.
Podría hablar de ese Ramón que me llamaba nervioso porque había encontrado una foto inédita de Linares en Madrid. Pero este Ramón es bien conocido y valorado. Otros glosarán su ingente trabajo.
Yo quiero hablar del amigo que me felicitó la Navidad advirtiéndome que intuía que el año próximo no sería el mejor de su vida pero que me deseaba que sí lo fuera para mí.
Quiero hablar de ese Ramón desprendido que ante el aliento de la muerte pensaba en el bienestar de aquellos a los que quería. Este, queridos conciudadanos era Ramón Soler, un hombre bueno, altruista, apasionado, respetuoso con el prójimo.
Capaz de ponerse en la piel del otro. Capaz de darte la razón si, tras una reflexión, creía que él no estaba en lo cierto o no había pensado en ese matiz. Capaz de hacer ver que te equivocabas sin que sintieras que quisiera imponerte nada porque Ramón discutía sin discutir.
Quiero hablar -si el dolor me lo permite- de quien me defendió cuando otros me ofendían faltando a la verdad. Su inquebrantable sentido de la justicia y la amistad no le permitía callarse. Poco le importaba la jauría si eso era lo que su conciencia le dictaba. Un hombre así no abunda en un país donde, como decía Antonio Machado, de diez cabezas, nueve piensan y una embiste.
Dios o el destino quiso que quien esto escribe tuviera la enorme suerte de cruzarse en su camino y Linares la suerte de tenerlo entre sus hijos. Un hijo predilecto, sin duda. Este era Ramón Soler: un hombre entre un millón.