Fondo negro, de luto riguroso. Sobre él, superpone Molero en su viñeta de humor presunto el logotipo de VOX. Se fabrica con él una mirilla telescópica que apunta a un cayuco repleto de inmigrantes ilegales y formula su ocurrencia: «OBJETIVOX».
Más pronto que tarde, tenía que suceder que un medio provincial se dejara arrastrar por el tratamiento repugnante que los grandes medios más allá de Sierra Morena le dispensan habitualmente a la tercera fuerza nacional.
Especialmente en lo que se refiere a esa inmigración ilegal que la cayucosfera política y mediática con sincronía coral defiende, alimenta, enmascara y justifica, al tiempo que arremete y trata al unísono de malograr y deslegitimar cualquier posible contramedida.
Cuando todavía era un futurible y no un hecho consumado, la ruptura de VOX con el PP en las regiones que cogobernaban se había calificado ya por la canalla mediática tradicional como un farol mal calculado de Abascal y los suyos, tirado sin la menor intención ni posibilidades reales de cumplir con la amenaza. Sin intención. Por aquello de que supondría una renuncia voluntaria de poder que resultaba del todo punto inconcebible para los partidos del stablishment, que se desempeñan precisamente por y para el poder. Y sin posibilidades.
Porque un partido está formado por personas, que son las que ocupan los sillones y, según la experiencia colectiva de este régimen ya decadente, quienes los ocupan tienden a aferrarse a ellos como un parásito a su huésped. «Ellos sabrán lo que hacen», decía un displicente Sémper, la giralda profesional de Feijóo.
Para sorpresa del sistema —todo él—, sucedió que no hubo farol. Colmado en su paciencia por el último acuerdo de reparto de menas entre populares y socialistas que obligó a aceptar Feijóo a sus barones regionales —torciéndoles su criterio—, VOX adoptó una decisión histórica, inédita y colegiada en su máximo órgano de dirección: la ruptura con el PP en las regiones en que gobernaban en coalición, para no convertirse en cómplice de la inmigración ilegal, incompatible y masiva y, por tanto, en cómplice de la inseguridad a la que con rotundidad estadística oficial se la vincula.
Entre sillones o principios, VOX se decantó por los principios, como si hubiera otra elección posible o concebible siquiera. Aunque al PP de Feijóo —obsesionado con hacer desaparecer a VOX— tal vez le hubiera apetecido más el final de muerte simbólica que dibujó De Meer en referencia a esos gobiernos de coalición, eligiendo la espada en esa disyuntiva tan evocadora «entre la espada y la pared».
En cualquier caso y desatado el drama en la cayucosfera, se puso en marcha el clásico ejercicio de «opinión sincronizada» con que el propio sistema trató de defenderse ante lo que entendió como una agresión que dejaba al descubierto sus vergüenzas. Así, el objetivo urgente era atacar y degradar a toda costa cualquier atisbo de epicidad sobre lo que ha sido, objetivamente, un gesto sin precedentes en la política española que no han podido asimilar ni son capaces de entender. Y en ese relato, siempre se enfatizan con una malintencionada vocación representativa las circunstancias personales —que siempre las hay— y los garbanzos negros a lo Higuero.
A pesar de todo, el ejercicio de coherencia de VOX ha provocado internamente, no ya el cisma apocalíptico que se le auguraba, sino el cierre de filas y el apoyo reforzado de los suyos frente al acto de dignidad y compromiso con la palabra dada. Se consolida así una alternativa de convicciones profundas que tiene la mirada puesta más allá del oropel. Hay gestos certeros, quirúrgicos motores de cambio con mayor poder transformador que cien mil actos de estafa y cobardía consensuada. Y es que VOX, con esta «ruptura por principios», ha trascendido el marco de referencia miserable y autocomplaciente de todos esos partidos de valores intercambiables cuyas promesas no valen nada y que tienen ya el futuro de los españoles y el interés general de España como la última de sus preocupaciones, por estar entregados a otros menesteres.
Tanto VOX como el PP son ya libres de los matices que imponían a sus programas respectivos esos acuerdos regionales que han saltado por los aires por la dinamita que ha detonado ahora Feijóo, pero que siempre estuvo ahí. Habrá quien piense que VOX se ha debilitado abandonando el poder y que se ha aislado con su decisión de romper en las regiones con el PP.
Si así fuera, no sería como en los sueños húmedos de Feijóo, sino como en aquella icónica figura de «El caminante sobre el mar de nubes» del inquietante Friedrich (1818), que contemplaba un paisaje sobrecogedor desde una cima rocosa sin concesión posible a la flaqueza, sin dejarse sorprender —ni atemorizar— por el vértigo posmoderno de Kundera frente al abismo seductor. Una visión desde una atalaya tan elevada como los valores atemporales en que se cimenta y que permiten alzarse a VOX sobre el gris adormecido de las nubes, que no deja de ser una metáfora tan brumosa como espléndida del gran disimulador de la cruda realidad que nos aplasta que es el consenso progre.
Trascender, para vencer