En 1836, el paisajista Thomas Cole plasmó por encargo la demolición salvaje de un gran Estado imaginario. Lo hizo en el contexto más amplio de una serie de cinco óleos titulada «El Curso del Imperio», que recogía momentos clave en la evolución que —se supone— experimenta toda civilización, desde su estado más primitivo hasta la desolación final que resulta de su completa «Destrucción».
Es en este penúltimo trance donde representó Cole, entre tinieblas y con la intensidad sobrecogedora de los románticos, el caos de violencia, muerte y reducción a la nada misma de una civilización avanzada a manos de un invasor de barbarie desmedida. Porque es así y no plácidamente como perece una sociedad en decadencia que, hasta ese preciso instante en el que ya no hay retorno posible, aún se complace en la grandeza de sus logros culturales, representados en esta obra por la monumentalidad arrasada y en llamas de sus artes mayores.
Con la excusa de un éxito deportivo —la primera Liga de Campeones del contundente Paris Saint-Germain (PSG) de Luis Enrique—, París ha conocido su enésimo anticipo del infierno. La ciudad milenaria que una vez fue la atalaya cultural más influyente —y mitificada— del mundo ha sufrido dos noches de terror que han tenido ecos graves más allá de sus límites.
La violencia desatada se ha saldado con al menos 2 muertos y casi 200 heridos, cerca de 700 incendios y poco menos de 300 vehículos calcinados, más de 500 detenidos y una certeza: Francia está siendo destruida desde dentro por un enemigo que está ahí porque lo han querido así sus élites y que, aun siendo administrativamente francés, no se siente como tal después de generaciones de pertenencia, que no de integración.
Cómo habrá sido la magnitud del desafío para las fuerzas del orden que, hasta el ministro del Interior de la República, Bruno Retailleau, ha calificado a las huestes de «bárbaros» entregados a la violenta generación de caos y destrucción.
La desolación final no será solo por lo material, sino por todo lo que importa en realidad, porque este tipo de violencia siempre viene a por el todo. Y, precisamente porque viene a por el todo, es más fácil de interpretar que esa excusa para no hacer nada de las causas «complejas y profundas» que con tan relajada frecuencia se arguye.
El drama que probablemente no imaginó Cole es que, efectivamente, los «bárbaros» antioccidentales de los que se queja ahora Retailleau —«siempre los mismos perfiles», recuerda Jordan Bardella— fueran en gran medida súbditos ya de tercera generación del propio Estado que pretenden demoler y que estuvieran, además, protegidos por unas oligarquías enrocadas en imponer a toda costa la gran quimera de lo multicultural. Y, menos aún, que estas les dedicaran un esfuerzo creciente sin límite aparente y multiplicaran su número con sus políticas, con vistas al lago de la sustitución demográfica.
Tampoco imaginó que se les dejara dinamitar la convivencia y el orden público de forma continuada, sin adoptar medidas contundentes. O que se les permitiera establecerse en sociedades paralelas, donde imperan sus propias reglas; y echarle pulsos al Estado, para evaluar —y hacer ver— la temible evolución de sus propias fuerzas.
Francia está, probablemente, donde estaremos nosotros dentro de diez o quince años si continúan articulándose mayorías sobre los consensos suicidas del bipartidismo, empeñado en ocultar a la opinión pública y eliminar del debate las verdades esenciales necesarias para la cirugía mayor que Europa necesita con urgencia y señalar a quien las pone encima de la mesa.
Por eso tanto interés de algunos en vaciar de significado la verdad y convertirla en una posverdad que solo resulta útil para la defensa de unas posiciones y la consecución de unos fines manifiestamente incompatibles con aquella. Pero decir la verdad en París, como en Berlín, Bruselas o Madrid, es de ultranosequé, que es una etiqueta a modo de espantajo que les facilita mucho —aunque cada vez menos— trabajar la propaganda y el relato a la manera de Joseph Goebbles.
El informalista Antoni Tàpies, que se empapó del filocomunismo parisino en los años cincuenta, quiso introducir en su «Política de la verdad» en ‘El arte contra la estética‘ (1974) con un antiguo epígrafe del socialista Ferdinand Lasalle que medio siglo antes ya había utilizado el marxista Antonio Gramsci en su instrumento de agitación proletaria L’Ordine Nuovo (!): «Decir la verdad es revolucionario».
Esta asociación facticia —y ficticia— de la verdad con la revolución es una idea recurrente en el imaginario de la izquierda y, más allá, en el de esa derecha con la que comparte un consenso de escafandra y eslogan, completamente al margen de una realidad contra la que se da de bruces a lo Buzz Lightyear.
El problema es que esa vinculación no puede substraerse del engaño a gran escala en que, de la mano de la izquierda, devienen ambas siempre. Y tampoco es posible disimular el gigantesco esfuerzo que hace por imponer la prevalencia de una verdad presunta, que pretende que sea la suya en exclusiva; aunque esto, en realidad, es más un invariante del poder y, por tanto, del bipartidismo que impúdicamente se lo reparte. Algo de esto debió adivinar ya en el horizonte el distópico George Orwell cuando añadió a esa vinculación una acotación previa que se le atribuye: «En tiempos de engaño universal».
Y es que, ante cualquier proposición que vincula la verdad con la política, uno se siente verdaderamente incómodo por la certeza de que, entre ambas, media de ordinario un abismo insoportable que está pidiendo a gritos un Levi Kane y una Drasa que hagan su trabajo y salven de esa corrosiva turbidez a la una y a la otra, porque cuando todo es relato, engaño y circo, nada puede ser verdad.
Y solo hay paz en la verdad.