Eugenio Rodríguez

En legítima defensa

En 1952, el influyente artista de vanguardia John Cage concibió una obra inteligente y ciertamente controvertida del arte de acción conocida —por su duración— como 4’ 33”. Durante las tres partes o movimientos de la obra, el pianista David Tudor guardó silencio y no produjo sonido instrumental alguno.

De esta forma, Cage consiguió que se desplazara gradualmente el foco de atención desde el intérprete en el escenario hacia el entorno acústico de la obra, es decir, en gran medida —aunque no exclusivamente—, hacia los propios espectadores, convertidos así en actores principales.

El sonido ambiental se había erigido, precisamente, en el elemento que definía la musicalidad única de la obra y, por tanto, su esencia. Cage desafió así el consenso limitante, empobrecedor y tóxico tanto para la música como para los espectadores sobre lo que era o no la música. Lógicamente, hubo quienes se refirieron despectivamente a aquella obra de Cage como 4’ 33” «de silencio».

Pero no lo hicieron porque creyeran saber lo que era la música en exclusiva o porque creyeran estar en posesión de la verdad o porque no hubieran entendido nada —aunque algo de todo esto hubiese—, sino porque su negocio era decirte qué música tenías que escuchar para que tú pudieras seguir llenando sus bolsillos.

Exactamente el mismo juego que en política. España se esfuerza en seguir pareciendo una democracia funcional, pese al secuestro que padece por la gigantesca traición del bipartidismo.

La cascada de elecciones que ya tenemos encima nos traerá, sin duda, nuevas muestras de la tensión creciente de una cuerda que tiene, en un extremo, el esfuerzo desmedido de la nación y, en el otro, la deslealtad inmensa de socialistas y populares.

Estamos viendo ya —de hecho— señales en Extremadura, que ha sido empujada prematuramente a las urnas por el bloqueo presupuestario y por la voluntad antojadiza de María Guardiola. La candidata del pepé, que no pocas veces suena a siglas muy distintas de las suyas, prefiere abundar en ese juego peligroso y de resultado conocido, que combina una imprudente y casi obscena fabulación de suficiencia, con la absurda demonización de quienes considera la causa de sus males.

La misma estrategia que tanto ayudó a los suyos a terminar descolocados y en barbecho después de aquellas generales de 2023. Cualquier cosa, con tal de evitar el incómodo aro de un compromiso público que merezca unos apoyos que se le antojan insoportables —o imposibles de cumplir sin molestar a su contraparte—, pero que sí ha sabido trabajar su compañero Pérez Llorca en Valencia, aunque ahora se los desprecie Jorge Azcón, que igualmente va a hacerse un Guardiola en Aragón.

Las dos marcas intercambiables del bipartidismo podrán escenificar ahora la competencia simulada que haga falta de cara a la cita electoral del 21-D y las que vengan. Pero lo harán cada vez más nerviosos y condicionados por la sangría imparable de votos que en España y en toda Europa está fluyendo hacia formaciones que son consecuencia inevitable —y no causa— de la distancia infinita con la sociedad que sus élites pusieron de por medio.

Luego seguirán estrechando los lazos del consenso y profundizando en esa homologación plena del uno con el otro en la que están, en la medida en que se lo sigan permitiendo tanto su menguante aritmética parlamentaria como el aparato de la opinión sincronizada que anda ya tentándose la ropa y la opinión pública que ya han perdido. Necesitan controlar el relato a toda costa, decirte qué música tienes que escuchar, porque en ello les va el negocio. Por eso tanto empeño en la censura de Ursula von der Leyen en Europa y Pedro Sánchez en España y tanto interés de todos los partidos del consenso en el cordón sanitario.

La realidad es que, en esa ficción de competencia electoral, a Guardiola le sería más fácil entenderse con el imputado Miguel Ángel Gallardo —igual que a Núñez Feijóo con el acorralado Sánchez—, que es con quien comparte tanto las políticas contrarias al sentido común como la obsesión por un partido que, según anticipa la calle y estima ya hasta la demoscopia militante, saldrá reforzado de las urnas.

A no mucho tardar nos veremos también en esas lides en Andalucía, donde agota su mandato absolutista Moreno Bonilla, que parece haberse conformado con cambiar el color del portón de entrada al cortijo del que antes era dueño el socialismo para darle una mal disimulada continuidad que ya le está explotando en la cara.

Lo cierto es que ambas comunidades son, de forma destacada y persistente, dos de las regiones más vulnerables frente a las consecuencias que resultan de aplicar todo el paquete delirante de políticas públicas que impulsa el bipartidismo y, por tanto, más sensibles a la telaraña clientelar y más sometidas por la analgésica limosna del subsidio.

Pero, cuando está a punto de romperse la cuerda, te dicen que el problema es el populismo o la extrema nosequé y señalan a los jóvenes que, como nuestros mayores, las mujeres, los padres de familia y todos los que ya ven amenazado su futuro votan cada vez más y en todas partes en legítima defensa.