Eugenio Rodríguez

La caída de Occidente

9 noviembre 2025

El fantástico John Martin, máximo exponente inglés de la estética romántica de lo sublime, inmortalizó en 1819, con grandes dosis de teatralidad y dramatismo, su particular interpretación de «La caída de Babilonia» fusionando el episodio histórico con el relato bíblico. Martin aprovechó la profundidad de la obra para definir, en planos sucesivos, los diferentes elementos responsables de revelar la verdad que se oculta detrás de una ficción de horrores desatados y dramas concretos.

El primero de ellos es el cielo inquietante y retorcido, que descarga su furia sobre el templo y envuelve la mítica Torre de Babel en un humo denso, hasta hacerla casi desaparecer; un elemento que define la atmósfera tensa, violenta y oscura de la obra y que actúa de separador entre lo visible y lo invisible, vinculando la caída con el juicio divino. El segundo es el Éufrates, un río imponente dominado por los babilonios que parte en dos la escena y representa, en la tradición apocalíptica, a todos los pueblos, multitudes y naciones.

El cénit babilónico se concreta en el tercero, con la monumentalidad de las murallas, torres, palacios y terrazas de una ciudad inmensa que, en algún tiempo anterior, había sido símbolo de una civilización floreciente y que, en el momento de su destrucción, ya lo era de la soberbia ciega del poder y de su más absoluta corrupción.

En la ribera se expone el cuarto, con la escala gigantesca de aquella hora de castigo, cuando al numeroso contingente de Ciro el Grande se ha entregado ya —en la ficción de Martin— al violento caos de la conquista y el hombre ha quedado reducido en la refriega a un tamaño insignificante, por oposición a la infinitud del orden trascendente que ha sido subvertido.

Y, al fin, culmina con el quinto elemento, representado en las terrazas con las diferentes escenas de resistencia tardía y forzada por las circunstancias de todos esos cómplices que lo son por acción o por omisión y que inevitablemente acaban en derrota. En nuestra propia realidad, acumulamos ya múltiples indicios de una crisis de civilización.

Occidente libra hoy una batalla espiritual, que trasciende la meramente cultural; y en esa batalla, advertía el ya inmortal Charlie Kirk, que «los enemigos son el wokismo o el marxismo combinado con el islamismo». Pues bien, Estados Unidos ha visto ya cómo su capital financiera, que es también la capital financiera del mundo, acaba de hacer alcalde a Zohran K. Mamdani, es decir, a un islamista y comunista (!) de origen ugandés que, como toda la izquierda, también ha abrazado el antihispanismo militante.

Aunque a cualquier persona de bien, seguramente le preocupará más que tenga Mamdani esa apreciación tan peculiar sobre los delitos menores que puede empujar a Nueva York a una peligrosa escalada hacia el caos. O que afirme que es violencia que se le llame crimen violento a un crimen violento porque, para él, la violencia sea «una construcción artificial». No tardará en parecerse Nueva York al violento Londres de Sadiq Khan.

Por su parte, la Unión Europea de Ursula von der Leyen, que ya es políticamente irrelevante y reactiva de segunda línea frente a los graves acontecimientos del mundo, está hace ya tiempo en plena deriva totalitaria. Desde Bruselas, se han puesto en el punto de mira la libertad de expresión y los algoritmos de recomendación de contenidos en las redes sociales y se los ha convertido en objeto de control y censura.

Se ha presionado a los electores en sus propias campañas nacionales y se han dado por buenas las estrategias de acoso antidemocrático dirigidas contra los partidos y contra los grupos políticos que desafían —en sus naciones y en Bruselas— los intereses de las élites, combatiendo las políticas de ruina y muerte que se han venido imponiendo desde ese amplio consenso de los populares con la izquierda y con los verdes.

Se ha consolidado una gigantesca red clientelar al calor de los fondos europeos y de la financiación de una miríada de activismos y oenegés, que resulta muy útil para generar esos consensos de diseño que, para sorpresa de nadie, luego vemos tan convenientemente alineados con los intereses de las élites.

Y, cuando tantos europeos están ya en modo supervivencia gracias al nefasto experimento globalista, la sombra de la corrupción se ha dejado caer sobre comisarios y eurodiputados, como ya lo hizo sobre la propia von der Leyen, que ahora quiere, en su huida hacia delante, conocer y controlar —para luego moldear— tus hábitos de consumo con el euro digital.

Un troyano que, una vez introducido, podría terminar coadyuvando a cualquiera de los procesos anteriores o a todos ellos a la vez. Aunque lo de la Unión Europea casi palidece al lado de la corrupción sistémica que alcanza y lo pudre prácticamente todo en España.

Empezando por la de Pedro Sánchez, que nos tiene preparada ya su gran traca final para este régimen fracasado que tiene desfilando por la crónica judicial a personajes como José Luis Ábalos, Koldo García y Víctor de Aldama, al todavía fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz y a todos los que van imputando en los casos de Begoña Gómez o David Sánchez.

Y siguiendo por la del PSOE que, para ampliar su propio historial de vergüenzas conocidas, vuelve a estar ya bajo la exigente lupa judicial por una presunta financiación ilegal, en oportuna concurrencia con todo lo anterior.

Con este panorama, hoy parece que el caos de Occidente ha empequeñecido a los suyos como en aquella escena de Martin y que nos ha empujado a la invisibilidad de un segundo plano junto con nuestras necesidades, por el caos generado por la ideología woke, por la inmigración masiva y descontrolada que ha traído el globalismo impuesto por las élites y por su fanatismo ecológico y climático.

Pero, a la traición infinita de nuestros gobernantes y a su corrupción desmedida, hay que sumar todas esas escenas de oposición simulada, de resistencia ficticia y forzada por los sondeos electorales, de un Partido Popular que en ninguna parte tiene la menor intención de revertir nada, porque participa con la izquierda de todos los consensos y solo persiguen instalarse en el poder.

Son otros, en solitario, los que han denunciado todas las trapacerías, los que han acertado el diagnóstico de los problemas y los que aspiran a reconquistarlo todo, porque persiguen la inevitable derrota del mal y el inmediato restablecimiento del orden.