Pues sí, queridos paisanos, estarán conmigo en que la ausencia de nuestro Linares en el pódium de la cochambre informativa ya estaba durando demasiado. Cierto que puestos manos a la obra damos muestras de una efectividad memorable. No en vano hemos finiquitado este lapso saltando todos los peldaños mediáticos de una sola tacada: lo que era material de la prensa local, en pocas horas desfilaba entre los sucesos recogidos por varios programas de televisión. Todos saben ya a lo que me refiero, y me permitirán, por tanto, que me ahorre el contexto y vaya directo a los detalles.
Y es que si los 22 días de privación de libertad sufridos por la joven nos resultan llamativos, qué decir entonces de la causa de su reclusión: tras pedir el divorcio, padres y suegro, en comandita, habrían decidido someter a la víctima‒a base de soplidos, al parecer‒, a un ritual con que el que extraer el mal que tenía dentro, todo lo cual, al menos por similitud, podríamos calificar como un exorcismo a lo paquistaní.
Como verán, el escándalo da para varios debates: delitos, machismo, inmigración, multiculturalidad e integración… Y no obstante esto se torna secundario si atendemos al trasfondo del suceso: lo insólito, lo misterioso, una dimensión en la que deambulamos a tientas, y de la que Linares tiene algo que decir.
Sin ser un caso tan palmario como el de Bélmez de la Moraleda, cuya fama es deudora en su totalidad de aquellas caras aparecidas en la casa de María Gómez Cámara, también el nombre de Linares combina con lo insólito. Así al menos desde aquel año 1990 en que, por medio del legendario parapsicólogo Germán de Argumosa, se conocían unas psicofonías grabadas en el Palacio de Linares, actual Casa de América.
La romántica y mórbida relación matrimonial de ambos aristócratas, los marqueses, parecía dar pábulo a aquel torbellino de lamentos de ultratumba que decían escuchar vigilantes y transeúntes, de avistamientos de sombras, psicofonías y otros fenómenos poltergeist.
El revuelo causado fue tal que prensa y público, durante un tiempo considerable, quedarían hipnotizados por aquella historia. Informe Semanal le dedicó un reportaje, mientras buena parte del país se dividía entre los que creían el asunto a pies juntillas y los que apoyaban los rumores de fraude.
Pero aquello, y aun llevando el nombre de nuestra ciudad, ocurrió en pleno centro de Madrid. Tuvimos que esperar hasta el 1994 para tener nuestro propio Expediente X. Se trata del conocido como Caso Linama.
Aún hoy se conserva en Youtube parte de lo que “Esta noche cruzamos el Mississippi”, el programa de Pepe Navarro, mostró de aquel suceso, extraído a su vez de un reportaje grabado por Televisión Linares. Posee el valor del que consta la información original, no desfigurada por el olvido voluntario y los errores. Destaca por la entrevista realizada a una de las protagonistas, una mujer que se identifica como Marta (posiblemente un seudónimo), que en todo momento oculta su rostro.
Según su relato se trataría de una sesión de Ouija, oficiada por ella y otras dos mujeres. El ente contactado, un niño llamado Valentín, víctima de asesinato, se mostró a las primeras de cambio irrespetuoso con la trimurti ocultista, y por tal motivo las espiritistas decidieron abortar la sesión. Lo harían unilateralmente, y esto ‒mira que se veía venir‒, provocó el subsiguiente berrinche del niño etéreo, que se sustanció en jaleo y cacharrería voladora.
Tal fue el alboroto que la policía tuvo que personarse en aquel piso de la calle Cid Campeador, siendo los agentes mismos testigos y víctimas colaterales del despiporre ultradimensional. También dieron su testimonio dos profesionales del ramo, Juan Rubio y Marina Peña, sacerdote y parapsicóloga respectivamente, encargados de mostrar la puerta de salida al espíritu zascandil.
De todo esto un servidor puede aportar un detalle. Por aquel entonces un amigo trabajaba como cámara en Televisión Linares, circunstancia que haría ineludible preguntar por aquel Caso Linama. Según me confesó, la policía, off the record ‒en cristiano: sin grabación de por medio‒, admitía la veracidad de aquello. Aún es posible, de hecho, encontrar algunas imágenes del expediente policial en internet ‒eso sí, con las inevitables tachaduras‒.
No es el único recuerdo que guardo de un cariz semejante. Siendo niño, y por mediación de algunos compañeros del cole, escuché una aterradora historia vinculada a un lugar que llamaban el Cortijo de la Loca, dominio de una figura lúgubre: una anciana vestida de negro que, con carreras, inmovilidades y requerimientos incomprensibles, solía asustar a quien tuviera la osadía de pasar por allí.
La inocencia de mi poca edad impidió que notara la milonga que acechaba tras los detalles. Porque pocos años después di con el lugar, un cortijillo abandonado hacía ya muchos años, más cercano a Santa Rosa que al Cerro de las Aguas. Seguía teniendo mala fama, y quienes lo visitaban solían aludir a una sensación que invariablemente se notaba allí: la impresión de que algo malo iba a ocurrir de forma inminente. Doy fe de que era cierto, pues durante la adolescencia, y en compañía de algunos amigos, pasaría por dicho lugar de cuando en cuando.
Recuerdo un tintineo constante en el patio interior; aquello ponía nervioso a cualquiera. Una vez separamos todo lo que fuera susceptible de chocar ‒botellas, cacharros viejos‒, y aquel siniestro tintineo volvió minutos más tarde. Nadie sabía de dónde procedía, aunque lo asociábamos a una lápida que había en el patio.
No es que hubiera allí una sepultura; se trataba de los restos de una obra fúnebre de la cual nadie sabía su origen, sólo que era increíblemente antigua y estaba destinada a una adolescente. Un error ortográfico de bulto en el nombre de la difunta inducía a pensar que había sido desechada, convirtiéndose con el pasar de los años en un cabo suelto de aquel lugar y su historia. Se decía también que por las noches se oían los gritos del fantasma de la joven. Alguna que otra noche acudimos al lugar en busca de aventuras, pero en vano.
Aguardábamos a cierta distancia, pues solía haber alguna moto o algún coche aparcado junto a la entrada del cortijo. A saber qué estarían maquinando; aunque albergo la sospecha de que de habernos aproximado más no hubiéramos oído gritos, sino grititos y quién sabe si gemidos.
Añadir que con los años llegué a saber algo más de aquel sitio. Los últimos inquilinos del cortijo fueron unos arrendatarios, un tal Abelino y su hermana, mujer que ya no hacía pie en la piscina del sentido común, y origen de todas aquellas leyendas grotescas. Decía también mi abuelo que cerca de aquella casa trabajaría un marmolista de cuyo taller salían lápidas.
Quizá hubiera errado con la de la joven, y se habría deshecho de ella en aquel sitio. Es una teoría; pero con tan sólo pensar en la disparidad de tiempo que separa al marmolista de la época en la que el cortijo quedó deshabitado, la teoría se diluye y emerge nuevamente el sinsentido de aquella lápida en el patio.
No podría terminar este artículo sin revisar otro suceso de mi adolescencia. Una anécdota que me retrotrae a mis años de instituto, y a una noche de invierno, ya algo tarde y entre semana, con las calles prácticamente vacías. Así era, especialmente en una tan estrecha y por entonces tan oscura como la de Antón de Jaén.
Por ahí pasábamos mi amigo Antonio Castro, mi hermano mayor y yo, de camino a casa, cuando algo me dejó estupefacto. «Hay unos Mods, haciendo espiritismo», les dije. Estaban en el bajo de una casa vieja, al principio de la calle, muy cerca de la Farmacia El Globo ‒en un caserón tiempo ha remplazado por un bloque‒, con las manos extendidas y dispuestos alrededor de una mesa sobre la que descansaba una Ouija y una vela. Fue precisamente aquella luz dudosa y titilante lo que en un principio llamó mi atención, pues metidos en tal faena habían cometido la imprudencia de dejar la persiana a medio echar.
Aquel final de los Ochenta transitaba sobre un Linares palpitante. Institutos abarrotados, grupos de pop, de rock, y punks. Había tribus urbanas, también Mods. Por aquel entonces The Cure estaban pegando muy fuerte, y hacía bien poco habían pasado Quadrophenia por la 2 de Televisión Española. Vivían sus semanas de gloria, y aquellos adolescentes se habían reunido en aquel vetusto salón para conectar con sepa Dios qué: la trascendencia, el subconsciente o el alma de quien fuera, Sid Vicius o la loca del cortijo, da igual. Resumiendo, la tentación resultaría invencible.
Los rostros desencajados, las sombras de sus torsos, con aquellos cardados imposibles que la vela proyectaba en el fondo del salón; aquel juego de sombras chinescas, intercalado de gritos de terror, que siguió al peñetazo que dimos en la ventana, son parte indeleble de mi memoria. Quedaron tan conmocionados que ni se atrevieron a poner un pie en la calle para afearnos la gracia.
Pero el remate vendría unos segundos después; apenas habíamos avanzado unos metros hacia la calle Zabala cuando nos topamos con una parejita, chico y chica, vestidos de lo más normalito. Quizá por eso, entre una carcajada y otra, les dijimos: «Tíos, en esa casa hay unos Mods haciendo espiritismo. Le hemos dado un susto de muerte». Aquellos dos no contestaron. Nos miraron con hostilidad y siguieron un camino opuesto al nuestro, calle abajo. Llamaron a la puerta y uno de aquellos horrorizados Mods salió a recibirlos. Al parecer llegaban tarde a la sesión de Ouija, una circunstancia tan chusca que nos hizo reír de nuevo.
En fin, toda una casualidad. Aunque mayor casualidad sería que alguno de aquellos espiritistas llegara a leer el presente artículo. De ser así, mis más sinceras disculpas. Aunque espero que comprenda que tampoco se podía esperar un milagro de tres jovenzuelos, uno fan de Iron Maiden, mi amigo, otro de Motörhead, mi hermano, y quien esto escribe, devoto del rock primario y garrulo de los australianos AC/DC.