Pues sí, estimados lectores, toca lo que toca, y cualquier comienzo distinto a expresar nuestras condolencias quedaría hoy fuera de lugar. Vaya desde aquí, desde nuestra humilde tribuna, El Nuevo Observador, nuestro más sentido pésame a los familiares y amigos de Juan José Lara Egea, el agente fallecido en acto de servicio el pasado domingo, en Andújar.
Pésame que hacemos extensivo a los cuerpos de seguridad del estado como Guardia Civil, Policía Local, Policías Autonómicas y por supuesto Cuerpo Nacional de Policía, consternado por el golpe recibido el pasado día 11 de junio. No nos olvidamos del agente herido, a quien deseamos una pronta recuperación tanto física como emocional, ni de nuestros vecinos de Andújar y Marmolejo, de donde era el agente fallecido, a los que enviamos todo nuestro cariño.
Toca también decir unas palabras sobre lo ocurrido. No es fácil abordar una tragedia, y esta lo es en grado sumo. Desde que el primer agente descendiera del vehículo todo sería una sucesión de infortunios. Tanto así que la Agencia EFE, citando fuentes de la Policía Científica, ha desvelado algo inaudito: el hallazgo, en el bolsillo del agresor, de una moneda deformada, por lo que la hipótesis de que ésta pudiera haber desviado la trayectoria de la bala iría cobrando fuerza. Sería el último escalón de la fatalidad.
Lo de Andújar cuenta, además, con una extrañeza añadida. Viene precedido por un caso con el que guarda tantas similitudes como diferencias ‒atacantes solitarios, dudas sobre su lucidez mental y mismo tipo de arma, pero distintos móviles y desenlaces‒.
Nos referimos al apuñalamiento de cuatro bebes y dos ancianos en un parque, en la ciudad francesa de Annecy, sólo tres días antes, el pasado jueves 8 de junio, agresión que habría sido perpetrada por un refugiado de origen sirio.
Como ambos casos son de sobra conocidos por su difusión en la tele y redes sociales me permitirán que me ahorre el contexto, yendo directo a una serie de detalles que son ilustrativos de la condición humana, pero sobre todo del tipo de sociedad en la que pulula cada individuo.
Vamos primero al parque de Annecy. Mientras el agresor mantiene una disputa con un hombre que porta una mochila, y una mujer grita y trata de huir con su bebé, que lleva en un carrito, podemos ver a un hombre con un pantalón rojo, en pie, en la parte alta de un tobogán. Aprovecha el apuñalamiento del bebé, a sus pies, para sentarse, deslizarse por el tobogán y, ¡alehop!, levantarse, buscar una salida segura y salir corriendo. Es un tipo joven y corpulento, pero prefiere huir antes que socorrer a la madre y al niño.
En cuanto a la disputa vemos que ambos mantienen las distancias. Ni siquiera el agresor se muestra contundente. Intenta una cuchillada, pero desiste enseguida; su propósito es alejar al defensor para centrarse en su objetivo, matar al bebé.
El defensor, en cambio, intenta estorbarle con la mochila, pero poco más; mientras el agresor acuchilla al niño le vemos acercarse, pero en ningún momento se plantea tirarle la mochila, su defensa, y menos aún abalanzarse sobre el matarife. Aún así el mochilero ha sido recibido como un héroe por el presidente Macron, y es honrado como tal en Francia.
¿Y en la calle Las Monjas, en Andújar? De entrada la voz del agresor causa miedo. Está dispuesto a no retroceder y matar. Esas cosas se notan. Le vemos avanzar no contra un bebé, ni un amigable mochilero, sino contra un policía con la pistola en la mano. Le ataca, el agente cae, recibe un martillazo en la cabeza y es acuchillado. El chaleco antibalas le salva, por el momento. Y tras un disparo, y con el otro agente agonizando en plena calle, varios vecinos salen de sus casas para socorrerle. Finalmente dos de ellos logran quitarle de encima al agresor.
Lo ocurrido en Francia no aguanta la comparación. Aquí fue más violento, más trágico ‒dos falleci-dos, un herido; ninguna víctima mortal en Francia, afortunadamente‒. Pero también fue superior en otro sentido, la respuesta social. A pesar de eso, los vecinos, que se la jugaron en un escenario harto más intimidante que el del parque francés, no serán tenidos en cuenta. No recibirán reconocimiento alguno ‒en Francia, Inglaterra, etc., les habrían puesto un pedestal‒.
Quizá sea porque seamos muy dejados. Pero esta omisión también indica algo, y es que en España se da por sentado que en un momento crítico, la gente, algunos, tendrán el suficiente arrojo como para arriesgar su vida por los demás.
¿Razones? Quizá por haber sucedido aquí, en el sur, donde se conserva alguna distancia con esa sociedad atiborrada de buenismo y leche de soja que impera en otras partes. Pero no nos engañemos; hace décadas que descendemos por ese tobogán que nos hace indiferente a todo, incluso al niño que está siendo asesinado. ¿O alguien duda que hace cuarenta años, en cualquier lugar de España, hubiera bajado media calle con palos, cuchillos y alguna escopeta de caza?
Han eliminado en nosotros cierta idea de supervivencia, o de resistencia. Sí, hablo de esa élite política que vive en urbanizaciones con seguridad privada, y que no abandonan sus paraísos de algodón sin escolta policial. La que en los gritos de la calle Las Monjas, que pedían al agente que disparase, ha reconocido con pavor una reclamación desesperada, la de recuperar la cordura.
Porque son los responsables de que un sistema garantista haya degenerado en un Parque Temático de la Impotencia. Nos quieren mansos. Tanto como para que en el momento crítico, en el que es puerta grande o enfermería, vida o muerte, dudemos, porque si conservamos la propia y nuestro simpático agresor queda mal parado, nuestro futuro será semejante al calvario que hemos pospuesto.
El drama es extensible a todos. Especialmente a la policía, encargada de defender nuestra integridad, y maniatada para conservar la suya. De modo que, en una sociedad que muere por sus propias contra-dicciones…, ¡que Dios nos dé buenos vecinos! Como estos de Andújar, si es posible.