La temeraria Marina Abramović concibió hace ya más de medio siglo una obra paradigmática del arte conceptual y de acción que fue bautizada como «Ritmo 0», una performance de gran impacto que trascendió ampliamente el ámbito de lo artístico y, seguramente, por tal causa ha sido mil veces referida.
Se colocó de pie frente a una mesa sobre la que se habían dispuesto útiles de lo más variopinto —unos, idealmente inofensivos; y otros, potencialmente mortales—, acompañados de instrucciones concretas que invitaban al público asistente a utilizarlos libremente sobre ella por espacio de seis horas, asumiendo la artista toda la responsabilidad por lo que allí pudiera suceder.
La protagonista se convertía así en el objeto pasivo de una cadena de acciones intensa y escalofriante, con la excusa artística de sondear la frontera entre público y artista. Aquel día, la joven serbia descubrió el infierno. O sea, el concepto de límite.
Lo que comenzó con una timidez exploratoria por parte del público, pronto dio paso a una violencia tentativa y minoritaria que desembocó en el trato degradante, la tortura y la agresión física y sexual de la masa contra una mujer que se encontraba en una situación de indefensión voluntaria. Protegida in extremis por un puñado de sujetos de reacción tardía y expirado —al fin— el plazo de vigencia de aquellas temerarias instrucciones, la joven abandonó su pasividad y la turba se disolvió, presa del horror y la vergüenza.
Hay en esta obra un ejercicio imprudente de inacción consciente frente a esos peligros conocidos a los que Abramović libremente se expuso, con las herramientas y las reglas de juego que ella misma planteó y que implicaban la renuncia a cualquier autodefensa.
Y es, precisamente, en esa temeridad donde se observa un paralelismo preocupante con el escenario de suicidio consciente y voluntario en el que vive inmerso el viejo continente. Europa es hoy el gran teatro de operaciones de la geopolítica mundial.
Tenemos en suelo europeo una herida abierta y potencialmente escalable —hasta las mismas puertas del averno— con la guerra entre Ucrania y Rusia. Un asunto que ha puesto al descubierto las no pocas debilidades, vergüenzas y amenazas que operan sobre la Unión Europea de Ursula von der Leyen y sobre la propia Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) que por su elevado peso político y militar lidera Estados Unidos —o sea, Donald Trump—.
Por otra parte, tanto Estados Unidos como los grandes colosos que le disputan su liderazgo mundial —Rusia y China— sabe cómo quieren proyectarse al mundo, esto es, tienen una visión a largo plazo de sí mismos que les permite tener meridianamente claros sus objetivos y orientar sus acciones políticas y militares a la consecución de esos objetivos.
Esto significa que todos ellos, aunque de entrada los ubiquemos en distintas partes del tablero geopolítico, tienen sus propias ideas acerca de lo que necesitan de Europa —o de en qué situación (de fortaleza o debilidad) necesitan que esté Europa— y sobre qué pasos dar y qué alianzas reforzar, congelar, forjar o disolver para conducir poco a poco nuestras circunstancias hacia un escenario que sea ideal para sus propios intereses, no para los nuestros. Y actúan en consecuencia.
A mayores, Europa tiene sus propios problemas internos, que no son pocos ni menores, pero la mayor y más antigua de sus batallas es —sin duda— la que libra para preservar su propia civilización, su cultura y su identidad, cuestiones que entroncan con una terna luminosa que es la madre de Occidente: «filosofía griega, derecho romano y valores cristianos», en palabras de Georgia Meloni; entendidos conjuntamente y en el sentido patrimonial, como bienes que se reciben en herencia y sobre los que tenemos una responsabilidad ineludible de conocer, conservar, proteger y transmitir a las generaciones venideras.
Y luego hay toda una serie de batallas relacionadas entre sí y con la principal, que libramos en el seno de la Unión Europea y que tienen que ver con la distancia cada vez mayor entre las élites y sus administrados, entre los dictados de un globalismo totalitario y los intereses de las naciones soberanas, entre la propaganda institucional y la realidad brutal que sufren los europeos; y digo brutal porque es violenta e irracional, porque obligarnos a sufrir una invasión como la que estamos sufriendo —que es contra la que se ha forjado tu civilización— y limitarte a gestionar la transición no se le ocurre ni al que asó la manteca y es una traición criminal.
Pero luego tenemos que aguantar a la partitocracia continental del consenso señalando que el peligro es la ultranosequé y promoviendo la inmensa vergüenza que supone el cordón sanitario al sentido común, cuando no lanzando avisos de anulación de resultados electorales a lo Thierry Breton o instando a la cancelación de sus líderes, la prohibición del último refugio de la libertad de expresión que es hoy esa X (antes Twitter) de Elon Musk, la censura preventiva o la distópica persecución penal a lo Keir Starmer.
«Todos los demonios están aquí» —escribió un tempestuoso William Shakespeare—.
Porque lo hemos permitido. Como en aquella situación que planteó Abramović, se han creado en Europa las circunstancias necesarias para que todos los males —internos y externos— puedan desatarse y concurrir a placer sobre los europeos, que muestran una creciente, pero todavía insuficiente, voluntad de defenderse —salvo atalayas como las de Italia o Hungría— y que tienen no poca responsabilidad en lo que pueda suceder de seguir asumiendo por inercia la estafa política continuada de los populares o ese pánico irracional al cambio necesario, que promueven en comandita con el socialismo por no perder ambos sus respectivas cuotas de poder. Es la «Europa cero» del bipartidismo.
Y con esta performance, sus viejas naciones —y las jóvenes— están explorando el concepto de límite.
O sea, el infierno.