Bueno, pues casi sin darnos cuenta, al menos yo, hemos llegado al final de la Semana Santa. Después de dos años, la ciudad ha salido en masa para ver cada procesión, había ganas, quizá demasiadas. Incluso mi hija, con cinco años, llevaba su kit completo: taburete para esperar a los tronos, bola de cera, monedas para la bolsa de caridad y un tambor. No ha perdonado una. No sé de dónde o de quién ha heredado su sentir cofrade. Desde luego, de su padre y de mí no. Pero la hemos acompañado y hemos disfrutado con ella, y de ella.
Martina recordaba lo que era una procesión. La pandemia se ha ocupado de borrar muchos de lo que hoy tenían que ser sus recuerdos y referencias. La Semana Santa era uno de ellos, al igual que la cabalgata de Reyes, que ya recuperamos la pasada Navidad. Me alegra ver la sensación de normalidad en las calles. Todos dispuestos a disfrutar, reservando mesas para comidas y cenas –la hostelería lo agradecerá- y sin miedo, con ilusión. Es tiempo de celebrar.
Me alegra que las cofradías hayan podido completar su gran semana, salvo tristes excepciones. Supongo que su emoción era máxima. Sin embargo, no puedo dejarme arrastrar por esa alegría colectiva. En cada procesión, veía a cientos de personas pegadas unas a otras sin mascarillas. Sé que no son obligatorias, pero ¿tan pronto se nos ha olvidado todo lo que hemos vivido/sufrido? Yo, por ahora, en esas circunstancias no me quito la FPP2, quizá, porque con el covid “me tocó el gordo” y se llevó a una de las personas que más quiero en el mundo. Mi hija tampoco, eso sí, ella va con una quirúrgica.
Vale que estamos vacunados, vale que hay que normalizar, vale que hay que continuar y avanzar, pero yo no puedo hacer como si un hubiese sucedido nada. No puedo olvidar los miles de muertos en un día y el miedo que tengo metido en el cuerpo tardará en irse. La semana que entra se eliminará la obligatoriedad del uso de mascarillas en interiores. Martina lleva dos años deseando hacer esa fiesta. Dice que las va a tirar todas al suelo y las va a pisotear. Bien por ella, se lo merece. Nuestros niños y niñas bastante han pasado. Cada uno de nosotros hemos pasado mucho.
Por eso, creo que es el momento de seguir siendo responsables. No hacer de mi capa un sayo y arrasar. Conocemos la norma y debemos cumplirla, pero, al mismo tiempo debemos ser sensatos. No creo que fuera necesario estar todos en los desfiles procesionales sin mascarillas. Ya sabemos de qué va este virus. Ahora, nos toca esperar los datos de la Semana Santa mientras nos liberamos de los cubrebocas en el interior.
Por favor, insisto, seamos responsables, por cada uno de nosotros y por todos los que no ganaron la batalla. Eso sí, por otro lado, estoy deseando ver las sonrisas en los rostros, las caras completas y liberadas de esa puñetera mascarilla.