Pues sí, toca despotricar de la tecnología –de sus aspectos más desconcertantes–, y hablar de lo que, con permiso del Transhumanismo, es el último aborto de esta sociedad moderna –o posmoderna, que eso ya deben determinarlo los sociólogos–. Nos referimos, ¡cómo no!, a la Inteligencia Artificial, conocida como IA por sus iniciales.
Me ocurrió que, con tan solo varios días de diferencia, un mismo amigo me insistía sobre el asunto, remitiéndome sendos artículos sobre la citada IA, los cuales me recomendaba con un tono distópico y derrotista: «Ya hemos sido superados por nuestra propia creación», me decía. Dicho juicio, que bien puede deberse al pesimismo que impregna a todo lo presente, o quizá a una lectura algo apresurada de ambos textos, fija, sin embargo, la cuestión, en un marco tan sugerente como el de las referencias teológicas.
Este año que declina ha supuesto un paso fundamental en lo concerniente a esta tecnología. Con la aparición de varias aplicaciones, el público ha tenido por fin la oportunidad de interactuar con la IA; o expresado de otro modo: hemos asistido a la presentación en sociedad del monstruito, y, digámoslo, está siendo una epifanía no exenta de polémica e interés.
ChatGPT, una de estas aplicaciones, combina datos del lenguaje natural y algoritmos de aprendizaje automático para generar respuestas, lo que la convierte en una herramienta óptima para la creación de asistentes virtuales y otros sistemas de IA. Y visto lo cual, y aprovechando que esta sapiencia fantas-mal ha salido parlanchina, era imposible no hacerle una entrevista, misma que pudimos leer en la edi-ción digital de un prestigioso y alfabético diario, allá por el ocho del presente mes.
La charla, que versa sobre la IA –ella misma, y dicha autorreferencia es lo más cercano a un pronunciamiento sobre asuntos personales por parte del cacharrito–, desemboca de buenas a primeras en te-mas espinosos: confiesa el semáforo que, por causa de su implantación y uso, hay todo un elenco de oficios sentenciados sin remedio. De algunos, como atención al cliente o teleoperadores, en los que el intrusismo de la robótica es común, se podría decir que se veía venir el drama.
Luego pasa a enumerar otros que se verán afectados por una evolución: personal de almacén, contables, administrativos, operarios industriales, etc., hoy asistidos por la informática, mañana apeados por su alumna más aventaja-da, la IA. Y ya lo último, y para colmo, una serie de profesiones que de ningún modo podríamos concebir sin la mediación de una persona: profesores, abogados, médicos, enfermeras, periodistas, cajeras/os de supermercados, investigadores…, a los que el robótico piensa dar la extremaunción.
¡Lo que nos faltaba! Pero no todo está perdido. La propia IA, generosa ella, señala una lista de oportunidades que ha de generar su salerosa presencia. Puestos como desarrollador de aplicaciones, analis-ta de datos, desarrollador de algoritmos, ingeniero de software y similares. Todo, como ven, enfocado a un único objetivo, conectar la sociedad con la IA. La tostadora parlante, colapso de múltiples figuras sociales, precisará de una cohorte de subalternos que con mayor o menor cualificación estarán a su servicio. ¡La modestia ante todo! Porque suponer que alguien que haya dedicado, por ejemplo, la mi-tad de su vida a la abogacía, le motive particularmente reinventarse y tener que aprender a escribir código fuente de lenguajes de programación como Python, Java o Prolog, es cuanto menos pretencio-so, por no decir de una insensibilidad propia de un frigorífico.
Y es aquí, en este punto, ¡cuestión de sensibilidades!, cuando toca hablar de aquello en lo que el ser humano aventaja a la IA. De sus límites, porque los tiene, y no habiendo sido programada para mentir, los reconoce. Quien avisa no es traidor. Porque admite que sus creadores, la empresa Open AI, desarrolladores de ChatGPT, no es neutral, y qué si los datos que le son suministrados son sesgados, sus respuestas se ajustarán obviamente a dicho sesgo. ¡Vamos!, la profesora ideal para los niños. Reconoce, también, que la empatía no es lo suyo, y que en la resolución de problemas y la toma de decisiones complejas se queda algo corta.
Asimismo nos cede el ámbito creativo, aunque a tenor del otro artículo remitido por mi amigo puede que lo dijera con la boca chica. El pasado mes de agosto, un tal Jason Allen, ilustrador, ganaba uno de los premios de la feria estatal de arte de Colorado, Estados Unidos. Lo hacía sin haber dado una triste pincelada. Le bastó con teclear varias palabras en una aplicación de IA llamada Midjourney, y esperar unos segundos. La obra se llama Teatro de la Opera Espacial y de momento ha suscitado varios debates. Sobre la autoría, sin ir más lejos, vista la poca contribución de Allen a su obra.
Imágenes generadas por IA –presuntas obras de arte–, abundan en la red. Quizá en algún momento la máquina –o máquinas, si las diferentes aplicaciones tienen sus peculiaridades–, lleguen a desarrollar verdaderas corrientes artísticas. Dado que se nutren de lo ya acabado, datos, y la generación y el desarrollo suponen personalidad, dicha posibilidad quedaría, por el momento, lejos de estos robóticos. ¿O nos engañamos, quizá? Sorprende, en estas obras, el número de veces que la figura humana aparece de espaldas al observador. Puede que sea una intuición, y que cualquier IA, tras analizar todas las muestras, me corrija, pero, ¿no habría en esta reticencia a plasmar el rostro humano un eco de envidia o celos, un tema personal? ¿Algo así como el pecadillo original de nuestra criatura?