Nos hemos metido de lleno en un otoño tempestuoso por la creciente tensión política en la escena nacional e internacional, que ya está al rojo vivo a pocas semanas de haberse iniciado el nuevo curso político. La siniestra ambientación parece sacada de alguna escena pergeñada por el mismísimo Stephen King, al que vimos posar con aquella camiseta entre hilarante y terrorífica de Kamala Harris: «I’m speaking [estoy hablando]». Si no me creen, juzguen ustedes.
En noviembre, los estadounidenses afrontan unas elecciones presidenciales clave que están ya marcadas por los tres intentos de asesinato del candidato Donald Trump, por la alarmante inconsistencia de la candidata Harris —y sus ideas de extrema izquierda— y por el debate migratorio, que incluye el más que posible impacto de la inmigración masiva y su redistribución interna en los resultados electorales.
En el avispero de Oriente Medio, Israel continúa su lucha encarnizada contra el terror bajo la atenta mirada de Occidente, con la izquierda mundial en contra y el papel lamentable que están desempeñando algunos de sus empequeñecidos líderes como Emmanuel Macron o Pedro Sánchez.
Y el terror en esa región es el terror de Hamás en Gaza, el terror de Hezbolá en el Líbano y el terror de ese gran financiador del terror mundial que ya es Irán, con el que tiene Israel pendiente una respuesta por el ataque indiscriminado con casi doscientos misiles balísticos que sufrió el primero de octubre. Una respuesta que presumiblemente veremos antes de las elecciones internas de su principal aliado, Estados Unidos, que también desplegará su propio sistema antimisiles en la zona.
En el Extremo Oriente, la China totalitaria de Xi Jinping realiza ejercicios intimidatorios contra la singular democracia de Taiwán al tiempo que presiona a Vietnam y Filipinas por ese conflicto territorial —marítimo— que mantiene con las naciones del Pacífico occidental. Mientras, esa gigantesca prisión que es la Corea del Norte de Kim Jong-un profundiza en su aislamiento agresivo volando por los aires vías que ya eran de incomunicación militarizada con su vecino del sur.
En Europa, el penúltimo episodio ha sido el ataque de nada menos que la presidenta de la Comisión Europea —la alemana Úrsula von der Leyen, del Partido Popular Europeo (PPE)— extralimitándose frente a nada menos que el presidente de turno del Consejo de la Unión Europea —que recae este semestre en el magiar Viktor Orbán, de Fidesz—. Una ofensiva comburente que se ha visto agravada por su vergonzosa huida del debate y por la invitación de su partido al mandatario húngaro a retirarse, arguyendo un «deficiente liderazgo».
Ahí es nada; y es que los nervios crecen entre las élites del consenso. Los populares han pasado de promover con los socialistas en Europa un cordón sanitario contra todos aquellos que defienden su soberanía y no comulgan con ruedas de molino, a la ofensa de Von der Leyen —que no ha sido votada por nadie— a un Primer Ministro que representa a una nación europea libre y soberana y que ha sido elegido por mayoría absoluta reiterada. De impulsar un cerco opresivo —asfixiante— en el que están ellos mismos atrapados junto con toda la euromorralla globalista y woke, que es ya menguante por antieuropea, al desprecio, la censura pública y la segregación política contra quienes han forjado una alternativa defendiendo un contradiscurso que ya era urgente y necesario.
Y, por urgente y necesario, se dicen las cosas como son, sin miedo a formular las verdades de Caronte; y no encubriendo bajo capa de bien una agenda ideológica luciferina con esa jerigonza envolvente, hueca y pegajosa que ya lo impregna todo hasta el hastío, como han hecho tan disciplinadamente todos y cada uno de los que la han promovido.
De repente hay media Europa que molesta profundamente al bloque del consenso: la de los patriotas alemanes, húngaros, franceses, italianos, españoles y tantos otros que van construyendo alianzas y forjando una respuesta sólida al estándar destructivo de las élites.
Y molesta mucho más de lo que pueden soportar, porque defienden y votan más vida, más protección a las familias, más comunidades locales fuertes, más competitividad empresarial e industrial, más soberanía alimentaria y energética, más libertad, más seguridad y más control de fronteras; menos corrupción, menos gasto político y expolio fiscal, menos agendas de grupos de presión, menos inmigración ilegal y sociedades paralelas, menos islamización y violencia, menos cultura de la muerte, menos adoctrinamiento en las escuelas y menos sexualización de los menores. Y ahora que la bailen, si pueden.
En España, el último episodio ha sido el demoledor informe de la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil, que apunta al propio presidente del Gobierno como presunto número uno de lo que, de confirmarse en sede judicial, sería la mayor trama de corrupción de nuestra historia reciente; mayor incluso que aquel caso repugnante de los ERE de Andalucía, ya tan descafeinado por el Tribunal Constitucional. Ambos «marca PSOE». Una trama con múltiples ramificaciones de la que también saldría trasquilada la tercera autoridad del Estado —la presidenta del Congreso de los Diputados, Francina Armengol—.
En resumidas cuentas, el mundo es hoy un infierno en descomposición gracias a la izquierda y al radicalismo islámico; Europa es ya un continente desnaturalizado, que ha sido polarizado, violentado y traicionado desde dentro y que ha sacrificado con eficacia industrial lo que alguna vez tuvo de paraíso cultural, referente espiritual y paradigma de libertad, seguridad, progreso y bienestar; y España es hoy una nación dolida en congoja estupefacta y permanente, que ha sido secuestrada por la turbia amalgama de sus enemigos, un conglomerado digno de aquel atormentado Frankenstein de Mary Shelley cuyo único pegamento es el desprecio y el odio a España, y con un autócrata implacable que ya concentra sobre sí y sobre su entorno personal, familiar y político, la pericia policial y muy pronto también, probablemente, la lupa judicial. Esto está que arde.