Hasta Stephen R. Covey, el gran gurú del liderazgo que vivió de sacarle punta a lo más obvio, fue capaz de darse cuenta de algunas cosas que, a la luz de los acontecimientos políticos clave de las últimas semanas, parecen hoy totalmente fuera del alcance del Partido Popular de Núñez Feijóo.
Desde los comentarios reprobables de González Pons a propósito de la investidura de Donald Trump hasta el pacto del PSOE y los comunistas de Sumar con el PP para dejar a VOX fuera de la Junta Electoral Central, pasando por el esperpento que hemos tenido que soportar los españoles a propósito del decreto ómnibus, el efecto sobre el electorado está siendo francamente preocupante.
Acuciados por los problemas reales, hace tiempo que los españoles hemos renunciado a tratar de comprender las motivaciones que pudieran esconderse detrás de lo que, desde la política y más aún desde fuera, se perciben nítidamente como errores de bulto de Feijóo.
Son errores porque perjudican electoralmente al PP y, por tal causa, ponen en riesgo la hipotética configuración de una alternativa a Pedro Sánchez sin Sánchez y sin el PSOE, es decir, con VOX. Una opción de la que Feijóo no quiere saber nada, al mismo tiempo que se empeña en suministrar balones de oxígeno al autócrata cada vez que sale a relucir que no tiene mayoría para hacer absolutamente nada sin el concurso y visto bueno de esos enemigos de España que necesita para gobernar.
En 1989, Covey escribió una reflexión que evocaba —en pura lógica newtoniana y a través de la metáfora del palo—, el vínculo de las causas con sus efectos. O, más específicamente, de las acciones que uno emprende —acertadas o equivocadas— con las consecuencias que desencadenan, señalando la perogrullada de que, mientras que las acciones se eligen libremente, las consecuencias no, porque estas son inevitables: si coges el palo por un extremo, con él te llevas también «la otra punta del palo»; te guste o no. Únicamente si la elección de las acciones está en sintonía con eso que llamamos los principios, las consecuencias serán positivas.
La lección superficial, inmediata, es que no hay consecuencia buena que se derive de una mala acción. Y esto es así —añadiría yo—, por mucho que los españoles, acostumbrados a sufrir los efectos de tantas malas acciones de nuestros líderes, hayamos querido dejar una puerta abierta al optimismo con aquello de que «no hay mal que por bien no venga».
En cambio —volviendo a Covey—, la lección más profunda tiene que ver con los errores, con lo que hacemos al respecto de aquellas acciones equivocadas que son contrarias a nuestros principios y de las que luego se derivan consecuencias negativas. Insultar públicamente a Trump como lo ha hecho Pons, para distraer a la opinión pública de la sumisión a Ursula von der Leyen y de la obscenidad de los acuerdos, consensos y agendas compartidas del PP con la izquierda, es un error. Salir al rescate de Sánchez cada vez que se evidencia que no tiene mayoría para hacer nada que no sea del gusto de sus propios socios de Gobierno es un error.
Avalar con tu voto que se le regale al Partido Nacionalista Vasco un palacete parisino que es patrimonio de todos los españoles o que se paguen de nuestros impuestos los impagos en que incurran los inquiokupas es un error. Dar por bueno que se utilicen los derechos, urgencias y necesidades de los pensionistas, de las víctimas de la gota fría en Valencia o de los usuarios del transporte público como rehenes para forzar a los españoles y a sus representantes electos a comulgar con ruedas de molino es un error.
Tomar a los españoles por imbéciles anunciando tu voto favorable a estas cuestiones después de tener fresco en la retina tu voto en contra cuando ya es irrelevante lo que hagas —puesto que no decide el sentido de la votación—, solo porque algún iluminado del PP ha pensado que Sánchez esperaba lo contrario, es un error.
Pactar con socialistas y comunistas excluir a la tercera fuerza política de España de la Junta Electoral Central, añadiendo el órgano superior de la administración electoral a todo el reguero de poderes, tribunales, instituciones, entes públicos y organismos ya rendidos al PSOE, es un error.
Pensar que nada de esto importa confiando —otra vez— en la suficiencia de unos resultados que estiman las encuestadoras de cabecera y esparcen los medios afines es un error. Según Covey, la respuesta frente al error resulta clave porque, si no es proactiva, podría ser más lesiva que el propio error y desencadenar otros nuevos: primero habría que admitir el error, luego enmendarlo y, finalmente, extraer de él las conclusiones necesarias para evitar su repetición.
El tiempo y la negación —concluye— juegan en contra: cuanto más se demora la respuesta, peor; y si se niega el error, todavía peor, por mucho que el punto de partida de algunos sea aquel disparate rajoyesco de «cuanto peor, mejor».
Lo preocupante aquí es que el PP de Feijóo ya no es que esté enrocado en el error sino que se ha metido de lleno en una interminable cascada de errores nuevos que no reconoce, que no corrige y de los que no aprende absolutamente nada. Y esto, ciertamente, es un peligro que conduce a una verdad dura, indigesta, terrible, pero una verdad al fin y al cabo: el Partido Popular es una estafa política que podría dar al traste con una alternativa reparadora para la nación. Una verdad que no se quiere ver. Esa es «la otra punta del palo» que ha cogido ya Feijóo.