Si alguien pregunta por Ángel Solana (Linares, 1976) en la profesión de la danza se encontrará con un puñado de los mejores adjetivos. Suelen pasar por términos como profesionalidad y talento; ya a nivel interpretativo, aparece también la poesía.
Y cumplidos los quince años al frente de su compañía, de la mano de su inseparable Marcos Cruz, con buen número de producciones estrenadas, es fácil entender tal reconocimiento: verle bailar es tener la certeza de estar ante alguien que ha nacido artista.
Acude a la entrevista con El Nuevo Observador, elegantemente vestido y con una sonrisa en los labios. «Hace una mañana maravillosa», suspira el coreógrafo y bailarín del Ballet Español de Linares. Se le ve ilusionado, seguro de sí mismo y con ganas de comerse los escenarios. En la conversación, profundiza en algunas de las vivencias que han marcado su camino y su arte, desde su infancia a la madurez.
Hijo de Ángel y Francisca, fue su madre la que vio en él desde el principio tan arrebatada vocación. Nacido en el barrio Belén, pero criado en Arrayanes, Ángel Solana es uno de los grandes bailarines jiennenses, con una trayectoria impecable y una amor infinito al público.
—¿Qué es el arte?
—Es la manera de expresar cómo te sientes en cada momento y cómo tú eres. No necesitas hablar para comunicarlo.
—¿La danza es ese arte con el que usted expresa lo que siente?
—Tal cual. Me permite expresarme delante del público.
—¿Cuándo nació la pasión por el baile?
—Fue muy gracioso, porque mis padres decidieron, como era normal en esa época, apuntar a mi hermana a clases de bailes regionales y a mí a practicar kárate. Vivíamos por entonces en Málaga y las dos actividades extraescolares se impartían en el mismo recinto. Entre un aula y otra, había unas cristaleras y un pasillo. La cuestión es que no entraba a las clases de kárate, aun vestido con el kimono, y me ponía a ver las clases de baile que, por cierto, no seguía mi hermana.
La profesora llamó a mi madre para decirle que me veía por las cristalera bailar en el pasillo. Fue en ese momento cuando mi madre me preguntó si quería apuntarme a las clases de baile y, obviamente, le dije que sí. Tenía 9 años.
—Y a esa edad, ¿qué música se escuchaba en su casa?
—De todo un poco, pero principalmente copla.
—¿Ese hecho pudo calar en usted?
—Puede ser, porque me encanta la copla. De hecho, me sé las letras de muchas artistas antiguas. He sido muy seguidor de este género musical.
—¿Por ejemplo, de Concha Piquer?
—Por supuesto, aunque soy más de Lola Flores y de Isabel Pantoja.
—¿El baile es también cómo una copla?
—Claro, tiene mucho que ver. Es una historia con su principio, su desarrollo y su final. Por eso, a lo largo de mi carrera he interpretado la danza como una obra teatral, porque, de este modo, me permite expresar realmente lo que llevo dentro. Un número normal, sin argumento, no es lo mismo. Lo haces con la misma profesionalidad, pero no tiene ese hilo conductor de una historia que es lo que realmente me gusta.

—Usted se mete mucho en la piel de los personajes que interpreta. Lo hemos podido ver en el espectáculo de Bernarda Alba.
—Son desafíos para mí, si bien tiene un sentido, porque desde pequeño quería hacer esto. Cuando salía de ver un espectáculo en la Gran Vía de Madrid, me decía a mí mismo que tenía que hacerlo algún día. Y, por suerte, lo he conseguido.
—¿Cómo y cuándo le llega la inspiración?
—Pues me puede llegar después de ver el estreno o el espectáculo de una gran compañía. Eso me permite observar y aprender mucho, en aspectos como la escenografía, la colocación de los focos, la tonalidad de las luces, el tipo de vestuario… Soy como un radar, lo miro todo, porque luego lo puedo aplicar yo en mis montajes. Es un aprendizaje.
—¿Veo que es muy observador?
—Siempre lo he sido.
—¿Y detallista?
—También, y perfeccionista de más a veces. De hecho, no suelo verme después de las actuaciones.
—¿Por qué?
—Porque como vea algo que no he hecho bien, empiezo a darle vueltas a la cabeza y a pensar de que podía haberlo hecho mucho mejor. Es verdad que, luego, con el paso del tiempo, veo vídeos de actuaciones y me digo: pues no estuve tan mal.
—¿El ego es importante para un artista?
—Todo artista tiene que tener ego. La gente paga una entrada para ver un espectáculo, pero cuando lo hace por el artista es porque éste ya ha alcanzado un nivel de profesionalidad altísimo, haga lo que haga. En mi caso, tengo una conexión personal y especial con el público de Linares.
Estoy enormemente agradecido por todo lo que me da. Sin embargo, trato que los montajes sean espaciados en el tiempo para no cansar a la gente. Pero es un verdadero honor y orgullo que cada vez que se abre el telón en Linares, que es mi tierra, reciba tantas muestras de respeto y cariño. Esto significa que tiene ganas de ver al artista, si bien es un arma de doble filo, puesto que debes ofrecerle el máximo de tus posibilidades.
—Por tanto, ¿se siente profeta en su tierra?
—Me siento muy querido por el público. No tengo que demostrar nada en mi tierra, donde me conocen y saben de mi profesionalidad. A pesar de ello, en cada espectáculo trato de hacerlo mejor que la vez anterior. Es mi manera de devolverle ese cariño, esforzándome el doble por ellos y por mí. Es verdad que existe cierto sector de la prensa que no lo ve de esa manera. Es curioso que el Ballet Español de Linares reciba más atención de los medios cuando sale fuera.
—¿Está en el momento de su carrera de mayor madurez?
—Creo que sí, aunque no sé si de dentro de dos años estaré mejor o peor. Lo único que le puedo decir que, en estos momentos, siento que ha merecido la pena muchos sacrificios que antes no entendía si iban a servir para algo. Cualquier profesional de la danza o del baile, ha tenido que renunciar a muchas cosas de niño y de joven para alcanzar sus objetivos. Han sido muchísimas horas compaginando los estudios con la danza.
No olvido los fines de semana que mi madre me tenía que llevar a Córdoba para clases intensivas. Me quedaba allí a dormir y volvía el domingo por la tarde. A todo esto se suma la inversión económica, sin saber si al final me iba a dedicar a este mundo. Hay mucha gente que empieza y se queda en el camino.
—¿Ha habido algún momento en el pensara en arrojar la toalla?
—No solo lo pensé, sino que hubo un momento en el que abandoné el baile durante un tiempo.
—¿Por qué?
—Me lo guardo, aunque si volviera atrás no lo haría.



—¿Qué representa el Ballet Español de Linares para usted?
—Significa una de las cosas que siempre he tenido en mente. También quería que Linares tuviera una compañía, aunque es privada y toda la inversión sale de los bolsillos de Marcos [Cruz] y de los míos. Nosotros no recibimos subvención alguna. Todo es dinero propio y un riesgo, porque no sabes si el resultado, luego, va a ser satisfactorio.
Y le digo que es una inversión porque nos gusta ofrecerle al público lo mejor. Así me lo han enseñado muchos maestros con los que he estado. Tienes que rodearte de los mejores, disponer de un buen vestuario, desde los zapatos a un mantón, un traje. La escenografía y los decorados suponen también un gasto muy importante, al igual que vestir al cuerpo de baile.
Quince años después de su creación, el Ballet Español de Linares ha alcanzado cotas que esperábamos ni imaginábamos. Nuestra idea era hacer algo a nivel local, pero, al final, se ha convertido en algo nacional. Hemos estado en multitud de sitios, como Vigo, Valencia, Ceuta y Madrid, entre otros lugares, y siempre con unos resultados muy buenos. Es ahí cuando te das cuenta que lo estamos haciendo bien. No obstante, todavía podemos mejorar mucho.
—Hábleme de Marcos Cruz.
—Es la otra mitad del Ballet Español de Linares, con su propia trayectoria profesional. Esta compañía es la fusión de dos carreras. Cada uno aporta sus conocimientos y, además, seguimos aprendiendo el uno del otro y de mucha más gente.
—Y qué me dice de su cuerpo de baile.
—Es esencial. Llevan mucho tiempo con nosotros, nos conocemos muy bien y así todo es más fácil. En realidad, somos como una familia. Eso sí, una cosa es la amistad y otra bien distinta la profesionalidad. Para alcanzar el máximo de cada uno, es necesario ser rectos y disciplinados. Sin estos dos aspectos, estamos perdidos.
En cualquier caso, me gusta que las bailarinas se sientan cómodas, tranquilas y estén a gusto. Yo, intento estar tranquilo antes de salir al escenario, que todo esté en orden, que nada altere esa paz.
—¿Es soñador?
—Sí, porque los sueños a veces se hacen realidad. Por ejemplo, el Ballet Español de Linares es uno de ellos.
—¿Le quedan muchos por cumplir?
—Por supuesto. Ahora tengo más que antes (risas).
—¿Qué montaje le gustaría hacer?
—Ahora mismo no sé lo podría decir. Los que queríamos ya los hemos hecho, como ‘Carmen’ y ‘Bernarda Alba’. Los eran un reto, aunque el último mucho más, porque, de jovencito, no hacía de Bernarda, sino de Pepe el Romano. Tenía esa espina clavada que, por fin, me la he sacado. Es un personaje tan, tan profundo, que una vez acaba la función debes salir de él. ha habido veces que he necesitado un tranquilizante después de interpretarlo. Es un papel en el que es fácil meterte y muy difícil abandonarlo.
—¿Qué bailarines han marcado su carrera?
—El mejor bailarín que yo he podido conocer es Antonio Márquez. Y también me quedo con Antonio Ruiz Soler, al que no he podido ver en directo.
—¿Qué ha aprendido de ellos?
—Muchas cosas, porque me gusta esa línea clásica.
—Pero imagino que también innovarán.
—Por supuesto. Por ejemplo, en el espectáculo de ‘Mi raíz flamenca’ no fue una representación flamenca al uso. Me gusta innovar en vestuario o en cómo salir al escenario. Estamos en otra época y me gusta ser un poco ambiguo. También es cierto que cuando se trata de una obra trato de respetar al máximo el estilo.



Fotos: Miguel López
—¿Cómo es el público de ahora?
—Es público no cambia, es el mismo. Lo que me están sorprendiendo gratamente son los jóvenes y su interés por el flamenco y la danza. Lo noto cuando participo en algún acto, charla o conferencia en los centros educativos. Muestran muchísimo interés y son un público muy agradecido. Pensamos en la gente mayor, pero, básicamente, porque tienen más costumbre de ir al teatro. El problema es que a las nuevas generaciones no les estamos enseñando el camino del teatro. Necesitamos acostumbrar a la gente joven, tanto por parte de los centros de enseñanza como por la familia.
—¿Hay mucho intrusismo en su sector?
—Sí, mucho. Suelen ser personas que no demuestran nada, pero que de boquilla son las mejores. Las cosas se demuestran con el tiempo y haciéndolas. La gente es el que tiene que hablar, no uno. Es la que tiene la última palabra.
—¿Existe algún escenario en el que le gustaría actuar?
—No. Todos son iguales para mí. El público es el mismo en un pueblo pequeño que en una gran capital. Cuando saldo al escenario no me fijo dónde estoy. Soy un profesional y doy lo mejor de mí en cada sitio. Obviamente, si actúo en un teatro de relevancia, el eco en la prensa y en el público es diferente.
—¿Cuánto tiempo hay detrás de cada producción?
—Muchísimo. Hay que encajar numerosas piezas, desde el vestuario a la coreográfica y escenografía, pasando por la maquetación musical, que lleva bastante tiempo. Luego están las horas de ensayo. Lo curioso es que en la última función de un espectáculo, después de estar girando varias temporadas con él, es cuando está maduro de verdad, cuando merece la pena empezar.
—Una debilidad de Ángel Solana.
—Los dulces.
—Una fortaleza.
—La seguridad en mí mismo.
—¿Qué es el éxito?
—El éxito es tan simple como terminar una función, descansar y levantarte con la sensación de que el trabajo ha salido bien y que le ha gustado al público.