Siempre hay cosas que a uno le pillan desprevenido. Y tales eventos, igual que un sonido estridente o un fogonazo de luz que hiere los sentidos, tienen la dudosa virtud de sacarnos del ensimismamiento para ponernos ya frente a una realidad inadvertida, ya ante lo que no queríamos ver. Algo así ocurrió a quien esto escribe, que abandonado a la más despreocupada irresponsabilidad se hallaba próximo a un televisor encendido. Quiso mi mala estrella que fuera la hora del informativo, y que mis oídos tomaran registro de lo dicho por la presentadora, que sin advertencia previa afirmó que… «el encarecimiento de los dulces de Navidad rondará este año el 40 por ciento».
Sí, ya sé, me dirán que esto no deja de ser una fruslería, una chorrada de invierno, pero es que preci-samente la gravedad va cosida a esto mismo, a ¡UN 40 POR CIENTO!, y como si tal cosa. Porque aquel anuncio no fue acompañado de un llamamiento a lo más heroico de nuestro espíritu, en el que perfectamente se podría haber citado la batalla de Lepanto, la de Bicoca, el milagro de Empel, así como tampoco se animó a seguir la estela del Cid, ni la de don Juan de Austria o la de Blas de Lezo, ni la de tantos otros nombres inscritos en el Pabellón de los Héroes de España; es más, habiéndose olvidado de las apoteósicas victorias, en los labios de la informadora tampoco comparecieron los consabidos Tempranillos, los Daoíz y Velardes, los Empecinados y Viriatos, ni aquellos otros que sirvieron de ejemplo de nuestro tesón en los mayores aprietos y del carácter levantisco de nuestros antepasados, lo que tanto necesitaríamos ahora; por falta de matices, aquella afirmación sonó hasta exenta de provocación, descartando que pueda haber entre nosotros cualquier resto de furia reivindicativa y sindical (Ugetistas y Cocos, ¡quién os ha visto y quién os ve!).
No obstante, para un servidor, como ya he dicho, supuso un despertar. Un 40 por ciento, y tan panchos; ¿cómo “mantecados” hemos llegado a esto? El proceso, me dirán, es sabido hasta por el último mono: pandemia, parálisis forzada de la economía, crisis de suministros y una recuperación que nacería muerta, y es que apenas aparecían los primeros síntomas de este periodo inflacionario cuando ya asomaba el fantasma de la guerra, hoy manoseada excusa de todos los males, principalmente del alza de precios.
Hay, sin embargo, otro proceso, éste menos visible, aunque esencialmente más importante. Sin antes haber consentido el confinamiento de millones de personas sanas, sin transigir con la obligatoriedad de la mascarilla en espacios abiertos, o sin haber aceptado con tal grado de credulidad la bondad de las sanciones impuestas por Europa a Rusia –por una ristra de naciones sin soberanía energética que cerraron boutiques y hamburgueserías en Papá Gas–, sin tener presente todo esto, sería difícil explicar hoy la aceptación, y como quien oye llover, de que un cutre mazapán pueda despuntar tan frescamente entre los artículos de lujo.
Visto así, los últimos años tendrían el sentido de una prospección de esta élite que pastorea el orbe, empeñada en volver a comprobar la medida exacta de nuestra mansedumbre, mientras buena parte de la sociedad sigue sin coscarse de que la libertad –la de la nueva normalidad–, es un crédito para comprar cadenas.
Sea de una manera u otra, y conforme vamos dando saltitos sobre el almanaque, volveremos a ser atropellados por la Navidad, la festividad que abriría las puertas al indiscutido, pero discutible estilo anglosajón. Así como dejamos que el Día de Difuntos capitulara ante Halloween, también los espeluznantes gorgoritos de Mariah Carey volverán a silenciar los villancicos, y la generación que pedía el aguinaldo desaparecerá en pos de la que hace Propósitos de Año Nuevo –las New Year’s Resolutions–; los árboles de Navidad, con sus desangelados adornos de hipermercado y sus lucecitas, dotarán a nuestros salones, igual que casas de gustirrimín y fornicio, de una intermitencia indecente, eclipsando el Belén y dejando a la chavalería tiesa, al borde del colapso epiléptico. Y así, insensiblemente, hasta quedar consumado el crimen cultural de lo propio, especialidad de los españoles.
Aunque no se crean, en este travestismo de las costumbres no todos van a ser damnificados. ¿Se acuerdan de aquel Papá Noel de antaño? Sabiendo que su vigencia es deudora de esa falta de cuajo que le es propia, nadie debería extrañarse si este año, que se presume de privaciones, él mismo nos viene algo cambiado.
Mustio y menos gordinflón, porque venir con Rodolfo el Reno y compañía es maltrato animal, y no estando acostumbrado, habrá llegado en transporte público y sostenible hasta el Mediterráneo; también algo frío, incluso agrio, sin causa aparente, con algunas personas –¿Derrochólicos, quizá?–; y por ultimo, y para remate, con el saco de los regalos vacío. ¿Y por qué?, se preguntarán todos y hasta los mas extrovertidos podrán preguntarle al viejo borrachín.
El bonachón de Santa levantará entonces su mano hasta la solapa y señalando su pin de la Agenda 2030 nos dirá: «No tendrás nada y serás feliz». Aunque muchos, perplejos y un poco decepcionados, le dirán a su vez «Pero ¿cuánto, cuánto más feliz?» «¡Un 40 por ciento, criaturitas del Señor! ¡Un 40 por ciento, Ho, Ho, Ho!».