En este convulso noviembre que dejamos atrás se han acumulado una buena cantidad de acontecimientos políticos destacables que anticipan ya un necesario fin de ciclo. De todos ellos, el que ha tenido un mayor impacto internacional probablemente ha sido la victoria histórica de Donald Trump sobre la nada misma que ha demostrado ser Kamala Harris.
Un triunfo indigesto para la Unión Europea de las élites y los burócratas que pilota Úrsula von der Leyen, esa jefa de Núñez Feijóo a la que tanto le gusta decir qué tienen que votar los demás y a la que tanto le molesta la voluntad de las naciones que empiezan a querer sacudirse ya de encima esa ponzoña del fanatismo globalista, ecoclimático y woke que se empeña en imponer.
Despejados ya los diferentes titulares de los puestos clave en esta segunda Administración Trump, como Marco Rubio —secretario de Estado—, Pete Hegseth —secretario de Defensa— o Mike Waltz —asesor de Seguridad Nacional—, ha generado un interés notable el nombramiento del magnate Elon Musk para liderar junto a Vivek Ramaswamy un departamento inédito «de eficiencia gubernamental» con el objetivo de meter la tijera y desmantelar el mastodóntico, ineficiente y carísimo aparato burocrático.
Un movimiento hacia la optimización que necesariamente evoca la gigantesca tarea que desde hace un año afronta el libertario Javier Milei para reconstruir la nación argentina y elevarla sobre las cenizas que ha dejado el kirchnerismo.
Una cirugía mayor que en tantas naciones de Occidente viene siendo ya urgente y necesaria, pero que está definitivamente fuera del alcance de tantos tibios y vividores del cuento, del acuerdo y del reparto. En suelo europeo, hemos estado continuamente al borde de la arcada con una cadena de polémicas —y vergüenzas— en el marco de esa coalición de facto entre socialistas y populares que tan bien conocemos en España.
La primera ha sido el acuerdo para entronar en la vicepresidencia de la Comisión Europea a la ya exvicepresidenta tercera y exministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, Teresa Ribera, que ha sido sustituida en sus cargos por aún más fanatismo ecoclimático —nada menos que el de Sara Aagesen—.
Un escándalo perpetrado pese a las sombras de una gestión nefasta —que bien parece de ruina y muerte—, ejecutada bajo el estandarte imperial de la religión climática y con tantas responsabilidades tan convenientemente sepultadas en el fango competencial del Estado fallido de las autonomías y sus infinitas repugnancias, que han sido recriminadas todas ellas con lluvia recia de barro paiportino.
Una indignidad que ha prosperado pese al veto inútil e impostado del PP de Feijóo, que ha sido incapaz de convencer a su propio grupo —al que sigue perteneciendo después de esta ignominia, por cierto—. Una vergüenza consentida pese a las salpicaduras de esa trituradora que se ha puesto en marcha en España por el testimonio en sede judicial de Víctor de Aldama, que se ha tratado de opacar con la emética reseña de Pedro Sánchez a Ribera en ese circo presidencial de nulo impacto, exigua persuasión y menor verosimilitud que fue la declaración institucional de este lunes predecembrino.
El segundo escándalo ha sido la negativa del Partido Popular Europeo —a través de Roberta Metsola— a debatir en el Parlamento Europeo la controvertida gestión de los fondos públicos, la falta de transparencia y la sombra de corrupción que afecta al entorno personal, familiar y político de Sánchez, incluyendo a su Gobierno y a él mismo. Una negativa que puede interpretarse en el marco de un siempre conveniente pacto de no agresión entre socialistas y populares —conocidas sus respectivas mochilas— o, a lo peor, en el marco del oscurantismo y la censura propios de una ley del silencio al más puro estilo siciliano.
En ambas cuestiones, se ha evidenciado la menguante celda de aislamiento de la realidad en la que se hallan encerrados los promotores, seguidores y convalidadores varios de un cordón sanitario contra la tercera fuerza de la Eurocámara que es hoy el grupo de Patriotas por Europa.
Una barrera antidemocrática construida contra las ideas que defienden los partidos que lo integran y contra esos millones de europeos que claman por un cambio necesario a los que se les dice, desde la soberbia totalitaria de las élites y con el silencio cómplice de los medios, que su voz no tiene cabida en el debate político europeo.
Un grupo —el de los Patriotas— que ha elegido con acierto a Santiago Abascal como su presidente, que es objetivamente un liderazgo español hasta ahora inédito en Europa de quien no solo es la referencia absoluta de la oposición en España, sino que mantiene excelentes relaciones con otros líderes y formaciones europeas más allá de Patriots —con los Fratelli d’Italia de Giorgia Meloni, por ejemplo— y mucho más allá de Europa, en realidad, porque la batalla es global y no se circunscribe a la taifa reductora que en cada momento se defina desde el ombliguismo desmedido o desde los consensos totalitarios de turno.
En definitiva, hay múltiples señales para el que quiera —y sepa— verlas y todas ellas tienen un denominador común: la sed de cambio.