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Juan Abad Beltrán

Semana Santa, hecho social total

La Semana Santa surge en el contexto de la Contrarreforma, aquel proceso de renovación que llevó a cabo la propia Iglesia Católica a partir del siglo XVI ante la relajación de las costumbres y la fe, sobre todo de la Jerarquía Eclesiástica, y que estaba propiciando el avance imparable del Protestantismo en Europa.

Se trataba de hacer una gran campaña de marketing, que resultó eficacísima, cuyas pilares fueron la promoción de fiestas anuales en honor de santos y advocaciones marianas, el impulso a la formación de cofradías y hermandades para canalizar la caridad y la ayuda al necesitado, con el objetivo de potenciar su dimensión social. En el plano negativo, este control social incluyó la ignominia de la terrorífica Inquisición.

Con un poco de reduccionismo se podría decir que el Protestantismo apelaba a la religiosidad interior, a la interpretación personal de las Sagradas Escrituras que fomenta el individualismo: la verdad y Dios están en el interior de cada cual.

De hecho, muchos sectores del Protestantismo no tienen ni siquiera iglesias como espacio físico, precisamente porque se le otorga al individuo un papel tan central que donde él esté, en cualquier triste garaje, allí estará el Espíritu.

Nada comparable con el ornamento de la arquitectura del Cristianismo tradicional como las sublimes catedrales, o su símbolo, la Plaza de San Pedro en Roma. Para el Catolicismo el hombre peca, para el Protestantismo, el hombre es un pecador, sin pradera. La diferencia es enorme, casi insalvable.

El Catolicismo apela a la Comunidad, tiene el prestigio de lo antiguo, de la tradición y la pompa, del ritualismo, menos quizás que el cristianismo ortodoxo pero más que el frío protestantismo y sabe entender que la religión, esa manera que los hombres tienen de relacionarse con lo sobrenatural, debe ir a la montaña si la montaña no viene a ella.

El Catolicismo valora fuertemente la eficacia de los ritos, cuya función es renovar el vínculo social, y decide apostar por la promoción de sus valores, a la manera de las Oficinas Turísticas en la actualidad: spots publicitarios para vender su preciado producto: la religión verdadera.

No quiero “pecar” de irreverencia pues le tengo mucho respeto al tema, pero sería un poco como el ejemplo aquí en Linares del “DTiendas” que organiza ACIL para sacar literalmente el comercio a la calle.

La Semana Santa saca a la Iglesia a la calle. Por algo el Catolicismo está más instalado en países cálidos, mediterráneos como Italia o España donde la calle es un poco nuestro hogar, y se identifica la religión con la fiesta. La Semana santa es una fiesta de la primavera, con su connotación de florecer, renacer, exuberancia, esplendor…

La religiosidad popular, que funcionó como antídoto contra la creciente secularización de las sociedades modernas, se fue acentuando en esta dirección, de tal modo que la mayoría de las fiestas populares andaluzas acaban siendo religiosas. Aunque haya gente que no lo entiende, para el pueblo, la religión es festiva, es para disfrutar. La Semana Santa, sin embargo, contiene esa paradoja: la de ser un espectáculo callejero pero con un componente de sufrimiento humano, del Dios hecho hombre; es un poco la estética del Barroco: los cuerpos sangrantes, la agonía, el tormento…

En Linares, en Andalucía en general, existe un alto grado de identificación popular con ciertas imágenes como la Virgen de Linarejos, el Nazareno…a las que se humaniza, llamándole “guapa” o “viva nuestro Padre Jesús”, se les viste, se les enjoya, se ponen en besamanos; los niños/as lo aprenden e interiorizan; todo esto manifestado a través de una profunda devoción, más allá de otras convicciones ideológicas. Desde el punto de vista antropológico las manifestaciones religiosas populares son un “hecho social total”, es decir, conmemoraciones de esta dimensión espiritual que no excluyen otras visiones.

No se puede separar tampoco el tema de hermandades y cofradías de otras formas de asociacionismo y ayuda mutua. La sociabilidad que practica la ciudadanía adopta diferentes versiones y todas son válidas cuando se fundamentan en la no exclusión. La Semana Santa siempre fue del Pueblo. La identificación entre religión y política es una perversión del Nacionalcatolicismo que pretendió militarizarla con la inclusión de tropas militares, himno y bandera de España.

La Semana Santa tiene ese sentido holístico, totalizador, “hecho social total” como hemos mencionado ya, término antropológico que viene de Durkheim. Alguien la definió como “opera total” por su carácter estético-artístico que aúna la música, la escenografía, que incluye a los espectadores. Y es más que una gran semana de fiestas porque, aunque es complejo de explicar, hay momentos de estallido emocional, donde por un momento se mezcla el sentimiento, la pasión, con el poder de la música. La Semana Santa exalta lo sensible, vivencial, sentimental y festivo. Si hasta hay algo que se llama la Madrugá, que es una especie de justificante para estar disfrutando toda la noche, de la noche. ¡Me lo ha recetado el médico! Se puede tener más arte!

Por no hablar, por supuesto, del grado de animación de la economía municipal que supone esta gran semana, donde recibimos a miles de visitantes entre los figuran aquellos que tuvieron que irse por razones obvias y ahora vuelven cada año, regresan a casa.

Y como ya hemos dicho también, trasciende lo meramente religioso pues entre sus participantes puedes encontrar a gente muy diversa: practicantes no creyentes, algún anticlerical, en definitiva, hostiles en mayor o menor grado a la instancia eclesial.

El Pueblo no concibe lo sagrado como lo concibe la jerarquía, no cree que haya que estar todo el día orando; el pueblo acude a lo sagrado cuando lo necesita, para pedir y, por supuesto, ofrecer algo a cambio… Son relaciones muy parecidas a las humanas.

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