Las palabras esconden muchas cosas que no siempre son fáciles de detectar. En un texto de naturaleza política, esta afirmación es particularmente relevante. Con frecuencia vemos cómo las negociaciones políticas para sacar adelante un texto consensuado, a menudo encallan en el bajío rocoso de las palabras. Esto es así porque tras ellas se encuentran siempre agazapados los fines políticos y de la elección de unas u otras pueden derivarse futuribles bien distintos, que tantas veces tratan de disimular —o, directamente, ocultar— a la opinión pública, no vaya a ser que se rebele.
Una de las grandes noticias que en el plano internacional hemos tenido esta semana es el denominado Pacto para el Futuro, que ha sido aprobado en la Asamblea General de las Naciones Unidas por un consenso tan rotundo como alarmante de una amplia mayoría de los Estados miembros, con el nítido desmarque de la República Argentina que preside el economista Javier Milei.
Y digo alarmante porque este acuerdo de resolución de la ONU tiene como objetivo último reforzar el propio ecosistema de las Naciones Unidas, una cuestión que ya debería ser suficiente por sí sola —y sin bajar al detalle— para poner a los Estados miembros en alerta. Para la consecución de ese objetivo último, el documento aborda una serie de cuestiones organizadas en cinco bloques temáticos: «desarrollo sostenible y financiación para el desarrollo», «paz y seguridad internacionales», «ciencia, tecnología e innovación y cooperación digital», «juventud y generaciones futuras», y «transformación de la gobernanza global» que, obviamente, es la madre del cordero. Y se cierra con dos anexos: un «Pacto Digital Global» extenso que completa la pulsión totalitaria y una «Declaración sobre las Generaciones Futuras».
En conjunto, el Pacto para el Futuro se presenta bajo capa de bien, camuflando en una densa mermelada de palabras —escogidas para favorecer la adhesión y dificultar la disensión—, los fines políticos de un comunismo totalitario. Esa selección de palabras, tan dañina como pegajosa, trufa el documento de mantras clásicos de la izquierda —ya omnipresentes en el debate político actual— que se promueven como valores universales, tales como el «desarrollo sostenible» (135 veces en 64 páginas); la «diversidad» (14 veces), que va de la mano de lo «inclusivo» y sus variantes (68); el «cambio climático» (23); o la «igualdad de género» (14), por mencionar algunos de los conceptos quintacolumnistas que forman parte de una agenda ideológica concreta.
También aparecen mucho los «derechos» (118), pero curiosamente muy poco las libertades (12), que es justamente el terreno en el que estamos sufriendo el más grave retroceso en Occidente en cumplimiento de la agenda globalista. Por otra parte, en el «fortalecimiento del sistema de las Naciones Unidas» juega un papel importante la «multilateralidad» y sus variantes (50) con la siempre efectiva excusa de la «paz» (68) y la «seguridad» (75, 17 de ellas referidas al Consejo de Seguridad, que se reforma) y la necesaria llamada a una «cooperación» (82) que pretende reforzarse y que parece más forzosa que voluntaria.
El efecto que se pretende aquí —como ya sucede en la Unión Europea— es la pérdida de soberanía de las naciones en favor de entidades supranacionales, comprometiendo su capacidad de actuar con fidelidad a sus propias identidades culturales, sociales o políticas y con arreglo a sus propios principios, necesidades, prioridades o intereses.
Para que no se note demasiado, hay un calculado equilibrio entre las autorreferencias a las «Naciones Unidas» (154 veces) y las referencias a los países (154 veces, 89 de ellas a los «países en desarrollo»), que es una denominación para las élites de uso preferente a la de «Estados» (58) o «naciones» (2), en un documento que persigue como condición sine qua non para la consecución de su fin último el necesario debilitamiento de las naciones.
El Pacto para el Futuro amenaza también las economías de esas naciones por el fanatismo ecoclimático que obliga al abandono prematuro de combustibles fósiles de los que dependen sectores productivos estratégicos, como la agricultura y la ganadería o la industria. Las políticas de reingeniería social promovidas por el feminismo radical que impregnan el documento buscan la destrucción de la familia, que es la estructura básica y fundamental de toda sociedad; y nos entrega como individuos desnudos, sin anclaje ni refugio, al libre pastoreo de los gobiernos.
En un escenario global de inestabilidad y tensión crecientes, la censura al gasto militar en concurrencia con la construcción de un gobierno global y la diplomacia tutelada por organismos supranacionales, deja a las naciones expuestas frente a posibles conflictos y amenazas externas. Al mismo tiempo, abre la puerta a que las ayudas militares de sus propios aliados queden finalmente secuestradas y condicionadas al cumplimiento de una agenda global por las naciones en conflicto.
Cuando resulta más necesario que nunca combatir —con voluntad de vencer— la invasión migratoria que están sufriendo tanto España como el conjunto de la Unión Europea y reparar los graves efectos que ha tenido su promoción suicida sobre la seguridad, la identidad, la economía, los servicios públicos y la cohesión social, la receta del pacto ha sido promover la migración, con las trampas habituales de la diversidad, la inclusión y los derechos humanos que camuflan el mayor atentado de la historia contra la soberanía de las naciones.
Cuando todo el tejido productivo de la Unión Europea —incluyendo el español—, junto con todas las familias que hay detrás, está sufriendo los efectos —ya devastadores— de asumir las recetas globales, la fórmula del pacto es abundar en el error. Se nos induce al suicidio económico para que otros puedan desarrollarse directa e indirectamente a nuestra costa legitimando, consolidando y perpetuando la dependencia financiera de medio mundo de la riqueza finita de los países más desarrollados.
A mayores, el acuerdo de resolución aprobado por este gigantesco gobierno global que pretende erigirse sobre las naciones es no vinculante —y «nobueno» en la terminología distópica de Orwell—, pero cuenta con el siempre poderoso inhibidor de disensiones que supone el condicionar a su efectivo cumplimiento la percepción de financiación por los Estados.
En la interminable secuencia de sucesos de la historia, el futuro es siempre un espacio especulativo en el que coexisten todos los futuribles posibles, pero el futuro concreto que se está construyendo hoy, envuelto en esa confitura pegajosa de palabras seleccionadas para su fácil digestión, se debe a una agenda ideológica siniestra que esconde amargos tropezones en la mermelada de las élites.