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Andrés García Tornero

Save the grillos

No cabe duda, amigos lectores, de que pinta mal; a conspiración, si me apuran. Porque, mientras se charloteaba de elecciones castellanoleonesas, de raqueteros metidos a paladines del negacionismo, de guerras mundiales en pleno invierno –en Rusia e instigada por los rusos, ¡habrase visto!; ¿en qué quedó el traspié de Napoleón, o el de Hitler?–, o de si Mbappé decide si vestirse o no de blanco, pero no de novia…, entre todo este guirigay y saltimbanquis, tras la cortina de humo se perpetraba una infamia.

Bien, hela aquí, basta de misterios: y es que el pasado jueves, 10 de febrero, la Comisión Europea dio luz verde a la comercialización del grillo –el de toda la vida, el doméstico (Acheta domesticus)– como producto alimenticio en el territorio de la Unión Europea.

Sí, lo sé, no hay consuelo. Muchos incluso se preguntarán a qué viene este atropello contra la tuna de los insectos. Pues la causa es como sigue: tal y como marca la Agenda 2030, el Foro Económico Mundial (Foro de Davos) o Bruselas, que son tan buenos que se toman la molestia de planificar por nosotros, se trata de promover un cambio hacia un sistema alimentario más sostenible.

Y ahora sin eufemismos: es pasar de macrogranjas a la ganadería Pinypón, y del solomillo al sologrillo, pues se-gún la FAO, Guía Michelin de estos menesteres, los insectos tienen un alto contenido en grasas, pro-teínas, fibras y minerales. Pues ale, que tomen nota, ¡y buen provecho, sibaritas!

Como vemos, tamaño crimen tiene un móvil ecologista. Aunque para comprender mejor sus razones habría que tirar de empatía –la que ellos no han tenido con los pobres grillos–. Y es que aparte de que suponga un alivio medioambiental en lo productivo, el grillo, a diferencia del ganado, cuenta con un triste sistema nervioso y menor capacidad de expresión ante los horrores de la muerte.

Sería apagar un relojito extraño, de latidos sincopados, que siendo tan poquita cosa nos evitaría los antiesté-ticos mataderos. Pero, según esta misma lógica, la ecológica –disculpen el ripio–, ¿acaso no sería discriminación especista y no ya sólo frente al hombre, también respecto a vacas, cerdos, etc.? ¿No es condenar al insecto para salvar al ganado? Esta visto, aquí quien no muge no mama; y quien no tiene abogado, ni lobby, ni…, ya le pueden ir dando por… Cri-cri, cri-cri…

Del hecho de que todo el poder ejecutor y ejecutivo de un continente haya caído sobre la ni-miedad del grillo, se podría extraer que aquí subyacen otros motivos. Quizá algo sutil. Porque Europa, que de su verdadero origen no conserva más que la reminiscencia mitológica del nombre, se halla hoy fagocitada por una estructura de poder –estructura asentada en el norte y por y para el norte–.

Es la Europa del eterno invierno, la misma que durante la Revolución Industrial fue pariendo un modelo humano con alma de engranaje, eficiente pero insulso; es la Europa del rigorismo protestante, que abriría la esclusa de los posteriores ismos filosóficos, tan geométricamente opuestos entre sí que se diría que esa tensión se abrió paso en su concepción del cosmos, en la preferencia histórica por la verticalidad del gótico, cuyas agujas testimonian la disposición de sus ciudades frente al cielo –ariscas ante el espejo de la trascendencia–.

Entre esta Gotia, La Gran Frígida, aupada por una burguesía inconscientemente dispuesta a ser infeliz, agobiada por ideas mal digeridas que la han forzado a verter su desesperación existencial en algo como el rostro desencajado, pero impersonal, de El Grito (primario) de Munch; entre esto y el sur, que sintetiza el dolor del pueblo en un cante de compás libre, el quejío de la Taranta, pena y vitalismo a un tiempo, entre una cosa y otra, Gotia y el Sur, hay un abismo, el del matiz.

El sur es Renacimiento italiano, la humanidad desbordante del Siglo de Oro español, la Euro-pa que mide al hombre con el Humanismo, que viste el misterio sobrenatural con el jubón de la razón grecolatina –la filosofía Escolástica–, la Europa que florece en la forma, equilibrio en el clasicismo, fantasía en el barroco, coronando las ciudades con el seno y el cerebro de la cúpula, fertilidad y comprensión ante un Más Allá que espejea tras las nubes. Es la Europa de la primavera, del verano, del verdadero verano, con sus noches de ventanas abiertas filtrando el monótono cri-cri, que va pespunteando el cansancio, ligándonos al bordado del sueño.

De modo que, ¿pueden los miembros de la lejana Comisión de Bruselas, allá en la Gotia pro-funda, haber caído en la tentación de vengar un agravio cultural? ¿Pudo haber sido que, habiendo ellos visitado el sur en fechas estivales, y poco acostumbrados a ello, guarden mal recuerdo de la rondalla de insectos que los plantó en el insomnio? ¿Nos quieren ver pidiendo una tapa de grillos para acompañar la cerveza o el vino, haciéndonos cómplices de este atentando contra nuestras costumbres? No sé a ustedes, pero de tan sólo pintarme la escena, a un servidor, el maltrecho europeísmo que aún conservo, se me cae de sopetón al suelo.

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