Entre los años 1818-19, el gran Théodore Géricault plasmó en «La balsa de la Medusa» su inquietante interpretación de lo que fue el naufragio real de una fragata francesa frente a esa costa del África occidental que hoy nos envía tantos cayucos. A la manera sobrecogedora de los románticos, la escena muestra una balsa inestable y precaria, sobre la que se agolpan cuerpos sin vida y hombres atormentados por un infierno de miserias, culpas, miedos y necesidades.
Los vivos se conducen hacia la estación ya terminal de la locura, después de trece días expuestos a las verdades y la furia de un mar tan implacable como el hombre, hasta que el amanecer dibuja en el horizonte la silueta reconocible de la salvación. Por poco y al borde del abismo, esa última esperanza ahoga un sufrimiento que no desaparece sin dejar secuelas.
A base de estrellarnos con la realidad, estamos descubriendo por las malas una serie de verdades que no son fáciles de digerir y que está poniendo a los españoles contra las cuerdas y sumiendo a muchos en la desesperación. La primera verdad es que ni España ni los españoles somos una prioridad para el Gobierno de Sánchez y sus socios; y la segunda es que tampoco lo somos para la oposición de Feijóo.
Tanto el Estado como la nación misma son realidades insoslayables que cada vez le estorban más a esa dictadura de facto en que parece haberse convertido ya el bipartidismo. Y esa es una percepción que se agrava con el tiempo y causa perplejidad.
En las últimas elecciones generales, PP y PSOE acapararon el 64,75% de los votos —un 15,96% más que en los comicios anteriores—. Y las últimas encuestas electorales le siguen dando a esa dupla una horquilla que oscila entre el 59,4% (GESOP, 9D) y el 63,9% (NC Report, 9D). Un castigo que parece no ya insuficiente, sino realmente preocupante después de haber sufrido España una tragedia que ha puesto en evidencia las múltiples miserias de esos dos grandes partidos y el fracaso palmario del Estado de las autonomías.
Sus líderes nacionales y regionales dan impulso político a una maquinaria gigantesca que solo busca el poder por el poder y que ha venido alimentando, sobre el fingimiento de la discrepancia y con la alternancia en los gobiernos, la ficción de que socialistas y populares son distintos —opuestos, incluso— y no dos partes muy desdibujadas ya de un todo unitario, como parece que son en realidad.
Solo un autócrata como Sánchez emprendería —como ha hecho— un golpe a la nación desde el Gobierno, con el acicate inagotable de esos voraces compañeros de viaje a los que debe su poltrona. Y solo quien se desempeña en el marco dócil de un acuerdo de reparto y no alberga mayor aspiración que la de aguardar su turno para gestionar y consolidar una herencia envenenada es capaz de rendir la plaza y pactarlo todo con el PSOE, como ha hecho el Partido Popular de Feijóo con el Tribunal Constitucional, con las presidencias del Constitucional y del Supremo, con el Consejo General del Poder Judicial, con el Tribunal de Cuentas, con el Consejo de Administración de RTVE, con la regularización de inmigrantes ilegales por cientos de miles y con tantas otras cuestiones. Hay cierta similitud con la terrible cadena de infamias que se dieron sobre aquella balsa a la deriva.
Esa es la deplorable oposición cómplice de Feijóo. La del reparto de todo lo repartible en el plano institucional y la del reparto por la pasta en materia migratoria, que es lo que fueron básicamente a mendigar sus líderes regionales en ese circo prescindible que es ya la Conferencia de Presidentes. La misma oposición que en campaña habla contra la amnistía, pero que luego legitima a Junts, el partido golpista con el que Feijóo reconoce «afinidad» y «cercanía» y Moreno Bonilla dice que «hay que tener relaciones».
La misma oposición que hablaba en campaña de derogar la ley de memoria histórica, pero que la mantiene en Andalucía con la mayoría absoluta de Moreno. O la salva como Marga Prohens, facilitando de paso la imposición lingüística en Baleares al mismo tiempo que reivindica Moreno el «habla andaluza» o María Guardiola el «extremeñu», anticipando nuevos nichos de gasto público. La misma oposición que homenajea en el Congreso con el PSOE a esa comunista azuzadora de odios que fue Dolores Ibarruri.
La misma oposición que se llena la boca de democracia y luego acuerda aplicar cordones sanitarios a quienes traen al debate público estos y otros muchos temas cerrados en falso por amplios consensos que son siempre de conveniencia. Y es que los vivos a la deriva se conducen siempre entre miserias, culpas, miedos y necesidades.
El Partido Popular está hoy en la plena homologación con el PSOE y son tantos sus consensos con la izquierda que solo cabe colegir que son —o aspiran a ser— la misma cosa. Y si esto es así, el bipartidismo se ha convertido ya en un peligro tan real como las verdades y la furia de aquel mar de Géricault.
No solo porque impulsa agendas impropias, ideologías liberticidas y políticas equivocadas que ignoran los problemas reales de los españoles y beben de múltiples fanatismos, sino porque todas ellas —agendas, ideologías y políticas— son fecundas creadoras de problemas que están siendo impuestos por la fuerza implacable de esa mayoría artificial, construida sobre un acuerdo contra natura, que incluye la sumisión a las élites y abusa del principio de representación porque traiciona ampliamente a su electorado.
Todo eso, mientras tratan de convencernos de que el peligro es la esperanza que dibujan ya en el horizonte los patriotas y no la destrucción de todo lo que importa con la invasión depredadora que han venido alimentando. Es el dramático naufragio del bipartidismo.